miércoles, 8 de julio de 2009

INDÍGENAS COLOMBIANOS: UNA IDENTIDAD TRANSGRESORA DE ESTEREOTIPOS


José Antonio Morán Varela
06 de julio de 2009´

“Los extraños no son una invención moderna, pero sí lo son los extraños que siguen siendo extraños durante mucho tiempo, tal vez para siempre” (Z. Bauman)

Desde los lugares más recónditos de Colombia, donde los fusiles siguen activos y el Estado se hace presente sólo para entorpecer, los indígenas reclaman el derecho a que nadie les robe su identidad. Ellos, los olvidados de entre los olvidados comparten con el movimiento indígena global una soterrada lucha tanto para salir de la impuesta invisibilidad como para huir de las domesticadas identidades en las que los vencedores les quieren colocar. Su lucha se opone a los planes que los poderosos tienen para ellos y que están a medio camino entre dejarles como reserva para el folclore y la caridad, o incluirles al mundo normalizado ya sea desde la tolerancia, los derechos humanos, la lucha de clases o el neoliberalismo. Tomando como referencia a los indígenas colombianos, el objetivo de estas líneas es preguntarnos hasta qué punto nuestros estereotipos sobre lo otro (lo diferente a nosotros) son inofensivas categorías gnoseológicas o larvados mecanismos ideológicos. Un artículo de José Antonio Morán Varela


Occidente construye al indio.
Cada sociedad estereotipa a su manera a sus marginados. La nuestra, en relación a los indígenas, siempre ha mantenido una incómoda aunque provechosa ambivalencia: de desprecio y miedo por un lado, y de exotismo y compasión por otro. En efecto, para que los primeros conquistadores de sus tierras, cuerpos y almas, consiguieran el beneplácito de sus coetáneos, construyeron al indígena como salvaje, dañino y retrasado; y para que los criollos independentistas con ideas liberales añadieran un plus de fuerza en su lucha contra el español y carta blanca para el expansionismo de los terratenientes, no dudaron en rescatar a los indígenas de la segregación proclamando su igualdad en los Decretos de Bogotá de 1818. Sin embargo la realidad mostró que con segregación o sin ella los indios eran abandonados a su suerte y en inferioridad de condiciones, máxime cuando de fondo latían las corrientes del darwinismo social que justificaban la desaparición del más débil como algo natural y moral. Fue a principios de XX cuando comenzó a desarrollarse una nueva sensibilidad indigenista que trataba de integrar al indio en la sociedad y los valores modernos como medio para evitar su atávica explotación. Poco a poco la construcción de la imagen del indio se impregnó de connotaciones positivas pasando a ser concebido como bueno por naturaleza, en armonía con su entorno natural, y poseedor de una sabiduría ancestral.

A nadie se le escapa que todos estos imaginarios están hechos desde los no indios para los indios, y que tienen algo en común: que brotan del dominador y sirven, con buena o mala fe, para perpetuar su poder. Y a poco que indaguemos se nos mostrará que incluso detrás de esta reciente concepción roussoniana -hoy compartida por organismos económicos, políticos, ONGs, universitarios, etc- también se esconde una concepción del indio como subdesarrollado y necesitado de ayuda y orientación. El problema está servido, ya que el poderoso no solo le estereotipa, sino que le indica el camino a seguir, occidental por supuesto, para abandonar su estado carencial. Ustedes son los que saben, pero nosotros les decimos cómo hacerlo, sería el contradictorio mensaje que se les envía.

Debemos constatar un error de base en todos estos planteamientos: el de definir lo indígena de una manera esencialista. Y tan esencialista puede ser pensarlos como rurales, analfabetos, frágiles, tristes, explotados o necesitados de ayuda, como hacerlo como sabios, fuertes, exóticos, alegres o guardianes de la naturaleza; el matiz está en ver estas categorías como fijas e inalterables. Ello, además de negar la evidencia de que dichos estereotipos son construidos, implica enclaustrar a estos hombres en esquemas inamovibles que evitan cualquier buceo en su robada memoria histórica, y lo que es peor, se les obliga a no concederles un futuro más allá de los naturalizados parámetros asignados. (Añadamos inmediatamente que el peligro esencializador también acecha a los propios protagonistas ya que, de autodefinirse desde estas categorías, les haría congelarse en los mismos clichés).




El indio se construye a sí mismo.

La larga noche de quinientos años que sufrieron los indígenas no pasó en balde y les sirvió para construir fuertes mecanismos de resistencia que a la postre forman parte de su bandera identitaria; más en concreto, el estado de violencia e ilegalidad de la actual Colombia al impedir la supremacía de cualquiera de los contendientes, favorece indirectamente que los indígenas se conviertan en sujetos políticos negociando entre los actores bélicos (guerrilleros, militares y paramilitares). Paradójicamente es la violencia la que les empuja a fortalecer su identidad, a hacerse visibles, y a mirar hacia el futuro a pesar de que el trayecto no es ni fácil ni lineal. Pero este accidentado camino en el que literalmente se juegan la vida, les ha equipado de una armadura protectora cuya pieza principal es la comunidad. A ella se subordinan otras formas de resistencias que también se han convertido en símbolos identitarios; destaquemos las movilizaciones pacíficas de comunidades para oponerse a las acciones armadas, las marchas (como la del pasado noviembre) que reúnen a decenas de miles de personas, la Consulta Popular sobre el Tratado de Libre Comercio, la creación de la guardia indígena armada con bastones de mando, el ofrecimiento de zonas para dialogar entre los distintos ejércitos, la defensa de los cultivos de la hoja de coca como lucha contra el veneno que los norteamericanos les lanzan desde el aire, el respeto a la autoridad chamánica como forma de conjugar la autoridad política con los principios espirituales, o la apuesta por las hierbas naturales que más allá de lo curativo les unen con sus ancestros. Resistir en comunidad para hacerse un hueco en vez de para vencer, es a la postre un arma revolucionaria, es otra forma de ser guerrillero de ejércitos y guerrillas.

Desde los años sesenta estos sentimientos étnicos se fueron encarnando en asociaciones indígenas que proclaman que no son sobrantes humanos ni menores de edad, y que reclaman la territorialidad y el derecho a gobernarse que finalmente les reconoce la Constitución de 1991. Para poder ser reconocidos constitucionalmente como indígenas y aspirar a la equiparación de derechos han debido enfrentarse a una paradoja: la de mostrar su esencial diferencia para aspirar a la común igualdad. Definirse como indígena es imprescindible y trascendental porque les permite obtener derechos, pero el precio a pagar es la esencialización anteriormente rechazada. ¿Hasta dónde el esencialismo aceptado por los indígenas es únicamente estratégico, o hasta dónde el legislador (no indígena, por supuesto) utiliza el multiculturalismo para cumplir sibilinamente una tarea neocolonizadora? Lo que ha ocurrido en las casi dos décadas desde que se promulgó la Constitución nos puede ir aclarando la respuesta.




Tiempos revueltos pero reveladores.

La Constitución de 1991 se convirtió en punto neurálgico: los indígenas, el 2% de la población, consiguen que se les reconozca el 27% de las tierras colombianas donde llevar a cabo sus sueños autonómicos y territoriales, y como consecuencia, dejaron de luchar contra el Estado para pasar a defenderle. Pero los hechos posteriores van desvelando la cara menos amable de la puesta en práctica de lo legislado, la que nos muestra que lo que se esconde detrás es el liberalismo de siempre; así deben interpretarse tanto las infinitas trabas institucionales para bloquear la autonomía indígena, como las nefastas normativas del Plan Colombia, la Ley de Desarrollo Rural, y la Ley Forestal, o el que organismos que como el Banco Mundial y multinacionales farmacéuticas y madereras apoyen dicha autonomía. La diferencia es que ahora esta ideología liberal ha sabido adaptarse a las sensibilidades multiculturales de los nuevos tiempos y apoya constitucionalmente la autonomía indígena para así obtener un gran botín con menos controles estatales. No es sencillo desvelar la red de artimañas -a veces aparentemente contradictorias- que utiliza, y sería un error determinista pensar en el liberalismo como exclusivamente económico ya que junto a él cabalga todo una forma de entender el mundo, una visión que se nutre de construcciones ideológicas creadas desde y para los occidentales. Es un neocolonialismo aderezado con pinceladas humanitarias para que cuente con el beneplácito de la sociedad; es en definitiva el occidente que no se conforma con vencer, sino que también quiere convencer. Sin embargo los indígenas ya no son los de antes y, aunque padecen las reglas del juego, ahora al menos saben leer su letra pequeña. Detengámonos a observar desde esta nueva perspectiva colonizadora a cuatro de los iconos occidentales entre los que se camufla el neoliberalismo. Los cuatro tienen en común que tratan de no conceder a los indígenas el poder comunitario que la Constitución les confirió, posiblemente porque se dan cuenta de que una cosa es aceptar las identidades culturales en abstracto, y otras constatar que esa aceptación tomada en serio puede comprometer muchos intereses creados.

El primero se refiere al omnipresente multiculturalismo. En principio sirvió para dar cabida a las distintas identidades evitando que una cultura sea la protegida en detrimento de las demás, pero el paso del tiempo ha mostrado a los indígenas que el mero reconocimiento sirve de poco si no va acompañado de medidas redistributivas. Por eso, desde decisiones y propuestas comunitarias, entienden que deben luchar también contra la desigualdad económica, pero esto les trae nuevos problemas ya que dichas luchas superan los márgenes que el multiculturalismo les había asignado. Y así puede verse la cara menos amable de esta moda intelectual: la de ser utilizada como un instrumento correctamente político que sirva de coartada a la globalización económica, o como dice Bauman: “el nuevo culturalismo, igual que el antiguo racismo, se orienta a aplacar los escrúpulosmorales y a reconciliarse con el hecho de la desigualdad humana”. El multiculturalismo, lejos de ser liberador, puede convertirse en un arma conservadora apoyada, eso sí, por los intelectuales. Los indígenas han visto cómo la Constitución de 1991 se transforma en una trampa si siguiendo los consejos del Banco Mundial y organismos similares acaban aceptando políticas integradoras en las que sí cabe folclorizar su cultura y recibir consejos y ayuda enlatada y caritativa, pero no plantearse modelos económicos alternativos que estarían en la base de una verdadera política de la diversidad.

El segundo afecta a la democracia. El tiempo va mostrando cómo la oligarquía político-económica colombiana (y la del resto del mundo) se siente muy cómoda con la democracia representativa que permite corruptelas oligopólicas para perpetuarse en el poder; no les interesa legalizar ni legitimar la democracia participativa o directa que estuvo en el origen de las guerrillas y que es reclamada no sólo por los indígenas en Colombia, sino también en países como Bolivia, Ecuador, Brasil o Venezuela. De hecho, la guerra en Colombia siempre ha sido la gran excusa para impedir la participación directa decisoria de las comunidades en los asuntos públicos.

El tercero tiene que ver con los derechos humanos. Los indígenas llevan lustros tratando de incluir el enraizamiento étnico y comunitario como derecho fundamental, pero esta petición de protección de la identidad cultural entra en contradicción con la protección del individualismo como valor universal; es como si la máxima dignidad humana implicara individuos abstractos y sin atributos comunitarios. Sin embargo son muchos los que hoy entienden que mientras los derechos no sean tanto individuales como colectivos, los indígenas seguirán siendo uno de esos grupos que sufren sin el amparo ni siquiera de unas leyes a las que poder acogerse. Es necesario ver hasta qué punto unos derechos que ignoran lo comunitario y que priman la libertad política sobre la igualdad económica son derechos universales o simplemente occidentales y por tanto fruto de la etnia dominante.

Y en cuarto lugar, el que 50 millones de indígenas, el grupo social más pobre de América Latina, no estén representados como tales en organismos como la Organización de Estados Americanos (O.E.A.), nos habla de cómo el Estado-nación es un paradigma discutible y estrecho en cuanto a su capacidad para representar a grupos que se salen de ciertos parámetros institucionales. Los indígenas no pelean por el independentismo porque no aspiran a repetir los mismos moldes en ámbitos más pequeños, sino por el derecho a existir con su forma de entender la vida, y a buscar cauces en igualdad de condiciones con los que poder convivir en el mundo actual; no es de extrañar que perciban al Estado-nación como una camisa de fuerza que les obliga a acomodarse a imaginarios unitarios en los que ellos no son más que folclore obediente y pasivo.



Conclusiones inconclusas.

Algo tendrán estos indígenas que luchando sin armas ni dinero están en la vanguardia de las reivindicaciones en su país; algo molestarán al gobierno colombiano cuando éste reclama ayuda a sus poderosos amigos del norte, algo nos dirán a los occidentales tan acostumbrados a intelectualizar desde nuestros bien formados estereotipos lo que pasa en el mundo sin levantarnos de la butaca. Muchos desearían que el indio se conformara con seguir museificado, dando color étnico, y siendo un agradecido receptor de ayuda caritativa, pero la realidad es otra ya que aspira a salir de su impuesta guetificación y se opone a ser tratado como residuo más o menos reciclable. Obviar esta realidad es seguir concibiendo el mundo desde el imaginario del afuera-adentro, que es otra forma de fundamentalismo cultural o de racismo sin raza; es un neotribalismo empeñado en diseñar vallas mentales y muros legales para defender el megacastillo occidental. Esta actitud como repite Castells contribuye a aumentar la polarización e incomunicación entre distintos mundos. La pregunta que surge inmediatamente es si los muros y fosos que ponemos serán para no tener que enfrentarnos a identidades formadas, pero precisamente porque no tenemos clara la nuestra. Tal vez se trate de un estratégico narcisismo que evita la mirada sobre los otros porque podrían devolvernos una imagen no deseada de nosotros mismos. Es posible que el sentido y la responsabilidad que para los indígenas representa la comunidad, nos hiciera percibir la nuestra como una masa apática, traslúcida y con más cohesión estadística que social como dice Bauman, o que su concepción de la vida y el trabajo, al no considerarse como consumidores frustrados, cuestione ese referente pantocrático del homo consumenssentimiento de insuficiencia. que vive a costa de un provocado

Tiene razón Castoríadis al insistir en que la crisis del mundo occidental “reside en el hecho de que dejó de cuestionase a sí mismo”. En efecto, la ausencia de autocrítica le incapacita tanto para conocerse como para conocer a los demás. No niega, porque no puede, la existencia de lo otro en cuanto diferente, pero sí lo distorsiona a base de informaciones fragmentadas, pensamientos teledirigidos y presentaciones exotizadas. Urge por motivos de salud mental situarse de vez en cuando fuera de los cauces habituales de observación para descubrir las distorsiones discursivas, o cuando menos para cuestionar lo que de ideológico se esconde detrás de los estereotipos que poco a poco se van (nos van) imponiendo; y es urgente porque el hipotético y fatal éxito de quien aspira a arrasar a lo diferente no tiene otra salida que la de un acto de canibalismo al estilo del pictórico Saturno goyesco.

Desgraciadamente las noticias que a diario llegan desde Colombia no hacen sino incrementar las dificultades que les ponen a los indígenas, pero de ser cierto que hasta de la violencia sacan aprendizajes, entonces la ilusión por el futuro aún la tienen intacta. A nosotros nos queda desenmascarar la ideología agazapada detrás de las construcciones mentales que nos presentan como naturalizadas e inofensivas; solo así podremos no responder con indiferencia a los retos de la diferencia.

José Antonio Morán Varela

(fuente: PROLEPSIS)



REFERENCIAS:

Baudrillard, J. (2007) Cultura y simulacro. Barcelona. Kairós.

Bauman, Z. (2008) Comunidad. Madrid. Siglo XXI.

Borrero, C. (2003) Multiculturalismo y derechos indígenas. Bogotá. Centro de investigación y Educación Popular.

De Lucas, J. (2003) Globalización e identidades. Barcelona. Icaria.

De Sousa Santos, B. (2004) Reinventar la democracia. Reinventar el Estado. Quito. Abya-Yala.

Etnias y Política. Revista de los Pueblos Indígenas de Colombia. Bogotá

Kymlicha, W. (1996) Ciudadanía multicultural. Barcelona. Paidós.

König, J. (ed.) (1998) El indio como sujeto y objeto de la historia latinoamericana. Madrid. Iberoamericana.

Morán Varela, J.A. (2007) Los indígenas no son guardianes de nada o cómo se desmonta el mito de Tarzán. En la revista electrónica: eutsi.org

Villa, W. y Houghton, J. (2005) Violencia política contra los pueblos indígenas en Colombia. Bogotá. CECOIN-OIAS-IWGIA.


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