martes, 27 de abril de 2010

LA EXPERIENCIA Y LA DOCTRINA DEL AMOR EN IBN ‘ARABÎ (II) [1]


Claude Addas [2]
Revista Alif Nun


El universo, al cual Dios conoce por toda la eternidad pero el cual no se conoce a sí mismo, es traído de la nada simplemente por el amor que Dios siente hacia Sí mismo; este proceso que conduce el universo a la existencia es, por tanto, un proceso de amor, tal y como Ibn ‘Arabî afirma categóricamente: “Esto es lo que el Profeta indicó cuando transmitió las palabras de Dios: ‘Yo era un tesoro escondido y quise ser conocido’; si no hubiera sido por este amor, el mundo no habría aparecido en Él, su paso desde la nada a la existencia es un proceso de amor por parte del Uno, que le da la existencia”.

El Shaij estaba tan profundamente convencido de esto que lo repetía sin cesar en todos los pasajes donde menciona el origen del cosmos. Por lo general, opta por describir este acto de Dios empleando el simbolismo del Aliento Divino: el movimiento que inicia el proceso de creación del universo es la vibración producida por el nafas rahmânî, el “Aliento del Clemente”. Exhalando Su Aliento, debido a la fuerza del deseo amoroso provocado por Su propia belleza, Dios libera la “Nube” (al-'amâ') [3] , que es la materia prima donde está contenida en potencia toda la creación. “Esta Nube es la sustancia del cosmos y por tanto recibe todas las formas, las almas y las estructuras naturales del universo; es un receptáculo infinito.”

En consecuencia, el Sheij al-Akbar mantiene en repetidas ocasiones que “Dios sólo creó el mundo a través del amor”; este amor es en primer lugar hacia Sí mismo, hacia Su propia Belleza que Él desea mostrar, y luego hacia las criaturas que son Su reflejo. “Dios ama la belleza –escribe–, es hermoso, y por eso se ama a Sí Mismo. Entonces quiso verse en otra cosa que no fuera su propio Ser, por eso creó el mundo a imagen de Su belleza. Miró el mundo y lo quiso con el amor de Aquel cuya mirada encadena”. Por lo tanto, la belleza juega, junto al amor, un papel primordial en el proceso de creación del universo, tal como es concebido por el Sheij al-Akbar, cuya idea clave son las tajalliyât (teofanías). Atrapado por Su belleza, Dios anhela manifestarse para contemplarse a Sí mismo. Las teofanías están concebidas por este deseo: el universo nace de la urgente necesidad de dar a las teofanías un receptáculo, de proporcionar un lugar para la manifestación de los Nombres Divinos. “Todas las criaturas –declara el autor de las Futûhât – son lechos nupciales donde Dios se manifiesta”. Creado a imagen de Dios para ser Su maylâ [4] –el lugar de manifestación donde Él muestra la incalculable riqueza que oculta el “tesoro escondido–, el mundo es, por tanto, necesariamente bello. “¡Nada es más bello que el universo!”, exclama Ibn ‘Arabî. La idea de que el mundo es bello porque Dios, su Creador, es Bello –la cual no excluye renunciar (zuhd) a él, aunque prohíbe despreciarlo (contemptus mundi)– está en la línea de la famosa tesis de Gazâlî según la cual este mundo es el más perfecto posible (laysa fî l-imkân abda' min hâdhâ l-'âlam). Pero Ibn ‘Arabî no se detiene ahí y llega hasta las últimas consecuencias, por muy graves que éstas sean: “Él creó el mundo a imagen de Su belleza; Él miró el mundo y lo amo.”

Dios no puede sino amar al mundo que Le devuelve la imagen de Su belleza y, necesariamente, el Hombre es Su mazhar, Su lugar de manifestación por excelencia, tal y como afirma este otro hadîz que Ibn ‘Arabî cita con frecuencia: “Mis cielos y Mi tierra no Me contienen, pero el corazón de Mi siervo creyente sí Me contiene.” Amando al hombre, tan sólo se ama a Sí mismo. Y ya que Dios se conoce a Sí mismo y se ama a Sí mismo por toda la eternidad, se deduce que Él ha amado a Sus criaturas desde siempre y las amará por siempre, “El amor de Dios por Sus criaturas no tiene principio ni fin [...] Él nunca ha dejado de amar a Sus criaturas, de igual modo que no ha dejado de conocerlas [...] ¡Su existencia no tiene principio, por lo que Su amor tampoco lo tiene!”. Vale la pena mencionar que unos dos siglos después de Ibn ‘Arabî, Juliana de Norwich (m. 1416) escribió en sus Revelations of Divine Love (“Revelaciones del amor divino”): “Antes de crearnos, Él ya nos amaba [...] somos un tesoro encerrado y escondido en Dios por toda la eternidad, conocidos y amados antes del comienzo del tiempo.” Partiendo exactamente desde este amor infinito, es como la ermitaña de Norwich nos muestra su certeza en la apocatástasis [5] ; “todo terminará bien”, nos asegura. Ibn ‘Arabî no es menos categórico: “el universo entero es bello y ‘Dios ama la belleza’; por eso, quien ama la belleza, ama lo que es bello. Y quien ama no castiga a lo amado; salvo para hacerle alcanzar la tranquilidad o para educarlo [...], como un padre con su hijo. Por lo tanto, nuestro destino ( ma'âlunâ) final será –si Dios quiere– la tranquilidad y el bienestar (al-râha wa l-na'îm), en cualquier lugar donde nos encontremos.” El Shayj al-Akbar alude aquí a las moradas posteriores a la muerte –el paraíso y el infierno–, tal y como indica claramente un pasaje de nuestro capítulo 178: “todo esto –dice– proviene de Su Misericordia y de su Amor hacia Sus criaturas, para que el resultado final sea la felicidad (al-sa'âda)”. Luego explica mejor este asunto añadiendo: “hay otro grupo de gente que sufrirá el castigo de la Otra Vida en el fuego, para ser purificado. Luego recibirán la misericordia en el fuego, pues la providencia dio preferencia al amor, incluso aunque no salgan del fuego, pues el amor que Dios tiene por Sus siervos no tiene principio ni fin.”

Así pues, el amor universal –y, en definitiva, incondicional–, que Dios profesa a la humanidad, garantiza que cada persona conocerá finalmente la felicidad eterna, aunque se entiende que no será del mismo modo para todo el mundo y, además, algunos la disfrutarán inmediatamente y otros lo harán más tarde. No es menos cierto que el sâlik (viajero espiritual) debe esforzarse en ganar el amor que Dios concede a los creyentes de un modo especial, pero bajo ciertas condiciones que el salîk debe esforzarse en cumplir, de manara que su mismo empeño en la Vía mística da testimonio de su deseo por obtener este privilegio por el que debe pagar un precio. Pues la empresa es ardua: quien desea que Dios lo ame tiene el deber de ser bello, con esa belleza inalterable que pertenece a la Esencia Divina y con la cual el Hombre ha sido dotado en virtud de su teomorfismo original, aunque sus pecados hayan empañado su brillo. De acuerdo con Ibn ‘Arabî, el sulûk (viaje iniciático) debería hacerlo brillar de nuevo. Cuando alguien anunció que le agradaba resultar bello (se sobreentiende que para los hombres), el Profeta respondió: “¡Mejor es que te muestres bello para Dios!”. El autor de las Futûhât lo interpreta como sigue: “Has dicho que amas la belleza, y Dios ama la belleza; por tanto, si te embelleces para Él, te amará; y sólo puedes embellecerte a Sus ojos si me sigues (illâ bi-ittibâ'î )!”

Por lo tanto, hemos regresado a nuestro punto de partida, a esa noción de “seguir el modelo del Profeta” que, como puede verse, dirige la pedagogía iniciática de Ibn ‘Arabî en materia del amor y en el resto de asuntos relacionados con la vida espiritual. Resulta significativo que sitúe el seguimiento al Profeta (ittibâ' al-nabî) a la cabeza de la lista de nueve virtudes principales que selecciona de entre todas las que el Corán menciona como idóneas para suscitar de un modo infalible el amor de Dios. Subraya que seguir al Profeta no sólo implica el cumplimiento de lo legalmente obligatorio (farâ'id), sino imitarlo también en lo supererogatorio (nawâfîl) y, por consiguiente, en las “nobles virtudes” que el Profeta ejemplificó, y cuya práctica, desde entonces, ya no podría considerarse como supererogatoria. No es necesario decir que esta insistencia en los dos aspectos principales que adopta el precepto del ittibâ' (seguimiento del Profeta) está basada en el hadîz ya indicado, según el cual los dos modos de acceder a la cercanía de Dios son precisamente la práctica de lo obligatorio (farâ'id), por un lado, y de lo supererogatorio (nawâfîl), por el otro. Según Ibn ‘Arabî, cada uno de ellos corresponde a un alto grado de realización espiritual, tal y como ha demostrado el autor de el Sceau des saints (“El sello de los santos”) [6] : tratándose del nawâfîl, uno es lo que Ibn ‘Arabî denomina 'ubûdiyya al-ijtiyâr , o servidumbre “libremente consentida”–el cumplimiento de un acto no obligatorio que implica una elección voluntaria–; con respecto al farâ'id , lo llama 'ubûdiyya al-idtirâr , o servidumbre “impuesta”, la cual es llevada a cabo por simple obediencia. En el primer caso, el buscador espiritual que no ha renunciado por completo a toda voluntad propia desea imponer su condición de muhibb (amante), con un fuerte sentido de participio activo. Luego –nos dice Ibn Árabî–, cuando el amor es sincero y absoluto, el resultado es que el muhibb se identifica en última instancia con aquél de quien se ha enamorado, hasta el punto de asumir sus atributos. De ahí el teomorfismo mencionado en el hadîz: Dios es el oído del muhibb, su vista, sus manos etc. Transfigurado de este modo por la gracia del amor, el buscador espiritual ve el mundo tal y como es a ojos del Eterno –de una deslumbrante belleza–, percibiendo el ensordecedor murmullo de alabanzas que “todas las cosas”, auque en apariencia carezcan de vida, dirigen al “Señor de los mundos” (Corán, 17:44). Desde entonces, ama a todas las criaturas sin excepción, pues en cada una de ellas contempla al Amado –“Donde quiera que te dirijas, allí está el rostro de Dios”. (Corán, 2:115). Ibn ‘Arabî subraya que, a fin de cuentas, esta es señal de quien ama a Dios realmente [7] .

Son escasos los elegidos que se identifican con Dios tan plenamente; y son aún más escasos los que alcanzan la morada superior de la 'ubûdiyya al-idtirâr, la cual es resultado del faqr, de la “pobreza” más absoluta [8] . En esta última morada espiritual, el gnóstico es –por usar la expresión de Ibn ‘Arabî– “matado” (maqtûl ), muerto para sí mismo y, por tanto, incapaz de poseer la menor voluntad propia. Aunque él ya no lo sepa, sin duda es amado ( mahûbb ) por Dios, pero deja de ser un amante (muhibb): despojado de todo, despojado de si mismo y del propio Dios que renunció a poseer, ha recuperado el más absoluto desapego –en el sentido eckhartiano del término [9] – que era el suyo cuando, encerrado en el “tesoro escondido”, él era sin tener conciencia de ser. En este vacío de la criatura, Dios puede al fin entregarse a placer y asumir en toda plenitud su condición de muhibb, que es la suya por toda la eternidad. Concluye Ibn ‘Arabi diciendo que esta es la razón por la cual Dios, en este caso, se reviste con los atributos del santo, quien es Su oído y Su vista.

En la caída del hombre a “lo más bajo” (Corán, 95:5) se cumple pues su teosis (deificación), cuando la adecuación entre la ubûdiyya (servidumbre) de la criatura y la rubûbiyya (señorío) del Creador es tan total que su distinción se borra. Sólo al hombre perfecto se le permite conocer esta absoluta reciprocidad, en virtud de la cual es el mizl, el “equivalente” a Dios en este bajo mundo. Sin embargo, él mismo sólo es el “sustituto” (nâ'ib ) del Profeta quien, debido a su insuperable perfección, detenta en exclusiva esta prerrogativa. En un pasaje del Kitâb al-huyub (“Libro de los velos”), Ibn ‘Arabî llega incluso a identificar a la persona del Profeta o, más exactamente, a la “realidad Muhammadiana”, con el amor, considerándolo como el motor del universo: “[El amor] es el principio de la existencia y su causa; es el comienzo del mundo y el que lo mantiene, y es Muhammad [...] porque es a partir de la realidad (haqîqa) de este Maestro, la paz y las bendiciones de Dios sean con él, que se despliegan las realidades superiores e inferiores.” En otras palabras, el Profeta es el barzaj por excelencia, el “istmo” donde coinciden lo superior y lo inferior; es la imagen de Dios que se describe a Sí mismo como “el Primero y el Último, el Aparente y el Oculto” (Corán, 57:3) y Su “receptáculo supremo” (al-maylâ al-a'dham ), es tanto esto como aquello, y sin embargo ni esto ni aquello, de ahí su sublime perfección.

En verdad, para Ibn ‘Arabî es una idea recurrente el afirmar que la perfección reside en el “punto medio” (i'tidâl), en el cual el adepto espiritual ha alcanzado el grado culminante del desapego. Así, resulta significativo que el capítulo 243 de las Futûhât, dedicado a la idea de perfección (kamâl), se titule: “Sobre el conocimiento de la perfección, que está en el punto medio”. Más elocuente incluso resulta este pasaje del Fihrist [10] , donde, a propósito de su comentario del Corán, Ibn ‘Arabî señala haber tomado en consideración tres aspectos de cada versículo: “En primer lugar, la morada de la majestad (maqâm al-yalâl); en segundo lugar, la morada de la belleza (al-yamâl) y, por último, la morada del equilibrio ( i'tidâl), que es el “istmo” (barzaj) desde el punto de vista de quien hereda de Muhammad, y ésta es la morada de la perfección.” En otro lugar, declara de nuevo: “Quien adquiere la cualidad de la perfección, nunca se inclina”. Y otra vez la compara con el “árbol bendito” de la Surat al-Nûr (Corán, 24:35), que “no es de oriente ni de occidente”. Es interesante indicar que esta alusión al estado simultáneo de verticalidad y horizontalidad por parte de los más perfectos entre los adeptos espirituales figura en un texto del Tanazzulât mawsiliyya (“Lo revelado en Mosul”) dedicado a la llamada “oración del medio” (salât al-wustâ ), generalmente identificada por los comentaristas con la oración de 'asr [11] . Evidentemente, esta coincidencia no tiene nada de fortuito: el capítulo de las Futûhât correspondiente a la surat al-'asr también se ocupa del “punto medio”, que protege al Hombre Perfecto de cualquier deseo espiritual: “con respecto al perfecto adepto espiritual, los Nombres Divinos se contrarrestan mutuamente, de modo que no ejercen ninguna influencia sobre él. Él permanece al margen de cualquier influencia en la Esencia absoluta, la cual no está condicionada ni por los Nombres ni por los Atributos. Además, el Hombre Perfecto alcanza la máxima sobriedad [12] (fî ghâyat al-sahw), a semejanza de los Enviados.”

El Profeta del Islam fue más sobrio que nadie. Al menos, esa es la convicción de Ibn ‘Arabî, quien recalca en muchas ocasiones que el Enviado no mostraba en absoluto las gracias espirituales que Dios derramó sobre él. Sabemos que, para Ibn ‘Arabî, esta ocultación de los atributos de santidad representó el signo de su perfección espiritual y la característica principal de sus herederos, los malamâtiyya, a quienes a menudo también llama los “muhammadianos” [13] . Ocultar pero no disimular: el 'ârif (gnóstico) no necesita disimular sus estados espirituales, pues los trasciende; de ahí su sobriedad. Siguiendo el ejemplo del mensajero de Dios, Ibn ‘Arabî escogió la leche antes que el vino, el cual está prohibido en este mundo pues tiene el poder de anular el intelecto que, en este caso, ya no se muestra capaz de distinguir entre el señor ( rabb) y el siervo ('abd); una distinción que, según las reglas de la cortesía (adab) espiritual, debe respetarse en este mundo. La leche, en cambio, no altera la capacidad de discernimiento; de acuerdo con la interpretación que el Profeta le dio más tarde a un sueño, simboliza el conocimiento que Dios otorga únicamente a aquellos a los que ama y cuyo deseo permanece siempre insatisfecho e insaciable: cuanto más conocimiento derrama Dios sobre ellos, más sedientos se muestran y más conocimiento reclaman.

“Desapego”, “muerte”, “sobriedad”, “conocimiento”...tantos términos que podrían llevarnos a creer que el santo perfecto, tal y como Ibn ‘Arabî lo concibe, es como un bloque de granito, duro y frío. Nada más lejos de la verdad. En efecto, habiendo llegado tan cerca de Dios, el adepto espiritual está muerto ( maqtûl ). Sin embargo, como indica Ibn ‘Arabî, si muere por amor a Dios, lo hace como mártir. Por lo tanto, está absolutamente vivo, pues ésta es la recompensa prometida por Dios para quienes se entregan a Él. Sin apegos hacia nada, es el más cercano a aquellos que lo rodean y el más libre para amarlos. En cuanto a su sobriedad, no es la aridez de quien jamás ha conocido el arrebato del amor sino, muy al contrario, su apoteosis. Pues gracias a esta sobriedad, el adepto espiritual puede disfrutar más tarde del conocimiento que, sin poder comprenderlo en ese momento, Dios vertió sobre él cuando lo había embriagado tanto con Su amor que se había olvidado de sí mismo; y sólo cuando recuperó la conciencia de sí pudo juzgar con conocimiento de causa qué secretos de los revelados mientras estaba junto a su Señor “a una distancia de dos longitudes de arco, o más cerca.” (Corán, 53:9) deberían ser divulgados y cuáles deberían ocultarse. En este aspecto, la sobriedad es superior a la embriaguez, ya que le confiere a los santos, y con más razón a los mensajeros, la basîra (visión espiritual) necesaria para el cumplimiento de su función como guías.

Ibn ‘Arabî nos dice que cuando Hallây [14] fue torturado hasta morir, Shiblî [15] declaró: “Ambos hemos bebido de la misma copa, pero yo me mantuve sobrio y él se embriagó”. Hallây, quien se enteró de esta declaración mientras lo exhibían en el patíbulo, replicó: “Si él hubiera bebido lo que yo bebí, le hubiera ocurrido lo mismo que a mí”. Ibn ‘Arabí concluye lo siguiente: “Acepto el testimonio de Shiblî, pero no el de Hallây [...] pues Hallây estaba ebrio y Shiblî estaba sobrio.”

No nos engañemos; Ibn ‘Arabî no cuestiona lo que Hallây dijo, sino que lo dijera bajo la influencia de la embriaguez, que –subraya– excluye por definición la “equidad” (al-'adl) –un término que procede de la misma raíz que i'tidâl o “punto medio”– por parte de quien se expresa. Desde ese momento, su testimonio –insiste– debería ser rechazado de inmediato, aunque lo que diga sea cierto.

Anâ man ahwâ wa man ahwâ anâ (“Yo soy uno con quien amo, y quien amo es uno conmigo”): El Shaij al-Akbar cita este famoso verso de Hallây al menos tres veces en el capítulo sobre el amor de las Futûhât ; no hay duda de que él había experimentado lo que significa: “Cuando tú Lo amas [a Dios], sabes que, desde el momento en que bebes el elixir de Su amor por ti, tu amor por Él es igual que Su amor por ti; y este elixir te embriaga hasta el punto de hacerte olvidar tu amor por Él, aunque sientas que Lo amas. Renuncia pues a distinguir entre estos dos amores.”

El amor nace de una ausencia. Cuando esta ausencia se hace presencia, el amor se convierte en conocimiento; cuando este amor es el amor de Dios, este conocimiento es el conocimiento de Dios; y cuando este conocimiento es perfecto, ya no existe más el 'ârif (gnóstico), porque Dios sólo conoce a Dios, que es “el conocedor, el conocimiento y el conocido”

En suma, el autor de las Futûhât no discrepa por completo de aquellos 'ulamâ' que se escandalizan con la idea de que Dios Todopoderoso pueda ser amado por una miserable criatura; el único error de aquellos 'ulamâ' es plantear una dualidad irreductible cuando, desde un punto de vista metafísico, sólo existe el Uno sin segundo. Desde esta perspectiva, sólo existe un Dios que se ama a Sí mismo (mâ ahabba Llâh illâ Llâh ). Es más, “¡El amor es la cualidad del que existe, y no existe nada salvo Él, [...] no hay ningún ser salvo Él, por lo cual no hay amante ni amado salvo Él!”. Y es precisamente esto lo que descubre el adepto espiritual colmado de amor cuando alcanza el grado más elevado de conformidad con el modelo de Muhammad (uswa hasana ) [16] .

NOTAS.-

[1] Traducido y extractado del inglés, a partir del artículo publicado en la página de la Ibn ‘Arabi Society: http://www.ibnarabisociety.org/articles/addas1.html Texto presentado para el simposio del Worcester College, Oxford, del 4 al 6 de mayo de 2002. El texto original está escrito en francés y ha sido traducido al inglés por Ceclilia Twinch. Segunda parte del artículo publicado en la revista Alif Nûn nº 55 , diciembre de 2007. (Nota de la Redacción).

[2] La Dra. Claude Addas, afamada islamóloga y arabista musulmana de Francia, es hija del célebre y reconocido especialista musulmán de origen polaco Michel Chodkiewicz —autor de numerosos trabajos sobre la mística del Islam. Claude Addas se doctoró en filosofía en 1987 por la Universidad de Paris, donde presentó una tesis sobre la vida de lbn Arabi, publicada en francés con el título de Ibn Arabi ou la Quette du Soufre Rouge (Éditions Gallimard, París, 1989). Existe una traducción al castellano titulada lbn ‘Arabi la búsqueda del azufre rojo. (Colección lbn Al’Arabí, Editora Regional de Murcia, 1996). (Nota de la Redacción).

[3] Para comprender mejor la idea de al-'amâ', véase Abdal-Karim al-Yili, El Hombre universal , Mandala Ediciones, Madrid, 2001, págs. 63-67. (Nota de la Redacción).

[4] Para comprender mejor la idea de al-maylà, véase Ibid, págs. 95-99. (Nota de la Redacción).

[5] Apocatástasis (del griego “poner una cosa en su puesto primitivo, restaurar”), es un concepto especialmente utilizado por Orígenes y que, según él, significa que en el fin de los tiempos, todos, pecadores y no pecadores, volverán a ser uno con Dios. (Nota de la Redacción).

[6] M. Chodkiewicz, Le Sceau des saints,Paris, 1986, chap. 7.

[7] Véase Ramón Mújica Pinilla, El collar de la paloma del alma. Amor sagrado y amor profano en las enseñanzas de Ibn Hazm e Ibn ‘Arabi , Libros Hiperión, Madrid, 1990. (Nota de la Redacción).

[8] Para ampliar la idea de fakr , véase Javad Nurbakhsh, La pobreza espiritual en el sufismo , Editorial Nur, Madrid, 1997. (Nota de la Redacción).

[9] Se refiere al Maestro Eckhart (1260-1326), gran místico alemán que, entre otras cosas, escribió lo siguiente sobre el desapego: “El desapego está exento, permanece en sí mismo y no se deja turbar por nada. Porque siempre que algo puede turbar al hombre, no es como debe ser.” (Nota de la Redacción).

[10] Fihrist al-Mu'allafât (“Catálogo de obras”). Escrito en 1229/1230 d.C. (627 d.H.) en Damasco para su principal discípulo, Sadruddin Al-Qunawi. Se trata de un catálogo del propio Ibn ‘Arabî de los 248 trabajos que había escrito antes de esta fecha. (Nota de la Redacción).

[11] La oración de 'asr es la plegaria que los musulmanes llevan a cabo al mediodía. Otros comentaristas como el maestro sufí Abdul-Qadir al-Yilani (1077-1116) identifican la “oración del medio” –la cual aparece en la cita coránica “observad las oraciones, en especial la del medio” (Corán, 2:238) –, con lo que ellos denominan la “oración del corazón”, por estar situado este órgano en el centro del pecho. Para más información, véase Abdul-Qadir al-Jilani, El secreto de los secretos , Editorial Sufí, Madrid, 2000, cap. 14, págs. 129-132. (Nota de la Redacción).

[12] Para una mayor información sobre los conceptos de la sobriedad y la ebriedad espirituales, véase Javad Nurbakhsh, Simbolismo sufí vol. I , Editorial Nur, Madrid, 2003. (Nota de la Redacción).

[13] Para más información sobre los malamâtiyya, véase Patrick Laude, “La terapia psico-espiritual malāmati”, en revista Sufí nº 6 , Editorial Nur, Madrid, otoño / invierno de 2003. (Nota de la Redacción).

[14] Abu Abd Allah al-Husain ibn Mansur (858-922), llamado al-hallây (“el cardador de lana”), fue un sufí persa torturado y ejecutado por las autoridades religiosas de Bagdad, acusado de herejía por afirmar: “Yo soy la verdad” (ana al-Haqq). Para una mayor información sobre Hallây, véase Louis Massignon, La pasión de Hallaj , Editorial Paidós, Barcelona, 2000; Mansur Hallay, Diván , Ediciones de Oriente y Mediterráneo, Madrid, 2002; Herbert Mason, “Hallâŷ y la escuela sufí de Bagdad”, en revista Sufí nº 2 , Editorial Nur, otoño / invierno de 2001. (Nota de la Redacción).

[15] Abu Bakr Shiblî (m. 334 d.H. / 945 d.C.), aunque de origen persa, fue uno de los principales representantes de la llamada escuela sufí de Bagdad, la cual ponía el acento en la sobriedad (sahw) espiritual, frente a la ebriedad (sukr) de la escuela de Jurâsân, en Irán. Para más información, véase Javad Nurbakhsh, Maestros de la Senda , Editorial Nur, Madrid, 2005. (Nota de la Redacción).

[16] Uswa hasana significa “bello modelo”. Véase Corán, 33:21. (Nota de la Redacción).

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