jueves, 4 de marzo de 2010

Un informe desde las orillas del lago Kivu: La maldición del coltán


La paz no llega a las provincias orientales de la República Democrática del Congo.

Javier Fdez. Retenaga
Junge Welt
04-03-2010

Gregor mantiene un rato la mirada fija en el avión. Es un Cessna. Podría ser uno de los que se utilizan para el contrabando de armas desde los países vecinos. “¿Y por qué no?”, pregunta sarcástico, “¿quién va detenerlos?”. Aquí serían útiles los aviones de vigilancia del sistema AWACS. Pero nadie quiere emplearlos. Con su ayuda podría controlarse todo el espacio aéreo de la República Democrática del Congo (RDC), un país seis veces mayor que Alemania. Y eso permitiría impedir al menos una parte de la importación ilegal de armas.

Entonces, ¿por qué los países occidentales no hacen nada? ¿Por qué siguen actuando en la zona en disputa? “Con bastante imprecisión y torpeza”, como señalan Gregor y Sylvia. Ellos son miembros de la Deutsche Welthungerhilfe (Agro Acción Alemana) y saben por experiencia que a Occidente le interesan más las valiosas materias primas que la estabilidad del país. Siempre ha sido así.
La senda conduce desde el lago Kivu hacia el interior, a través de parajes de un verde intenso. Tiempo atrás los europeos llamaron al este de Congo y a toda la región de los Grandes Lagos la “Suiza de África”. El clima benigno, las montañas y colinas y la variada flora recuerdan al paisaje de los Alpes. A Gregor le viene a veces a la cabeza esa denominación de la época colonial cuando se mueve por la zona, de un proyecto a otro, y se enfurece al ver la miseria y la pobreza de hoy.
Inseguridad permanente
En calidad de mánager de la organización humanitaria atiende diversos proyectos en el este de Congo. “Construimos escuelas y calles. Ayudamos en la agricultura, repartimos semillas y proporcionamos asistencia médica”. Pero es difícil hacer algo y “proporcionar a la gente seguridad física y psicológica”, dice, y añade, “... condenadamente difícil cuando al poco tiempo todo lo que se ha conseguido puede quedar reducido a cenizas por un cohete, una granada o los disparos de una ametralladora”.
El conflicto armado no ha cesado en el este de Congo. No terminó con el fin oficial de la “guerra mundial africana”, como denominó la ex ministra de Exteriores estadounidense Madeleine Albright a las matanzas que allí se produjeron entre 1998 y 2003. Entonces murieron millones de personas, cuando diversos grupos rebeldes, pero también tropas regulares de los Estados vecinos de Ruanda, Burundi y Uganda hacían de las suyas. Era la época de una lucha abierta para obtener el control de las inmensas y valiosas riquezas naturales existentes en las provincias orientales de Congo. Hoy siguen resultando muy atractivas. Ni el frágil acuerdo de alto el fuego de 2003, ni las primeras elecciones más o menos “democráticas” de 2006 han puesto fin a cuarenta años de combates.
“La gente depositó sus esperanzas en las elecciones, de cuya seguridad se encargaron tropas armadas de la UE. Pero pronto las esperanzas se transformaron en una gran decepción”, dice Gregor. Sabe de qué habla. Vive aquí desde hace más de diez años. La economía y las infraestructuras de la zona están destrozadas. El país está hundido, a pesar de las riquezas que se encuentran en la tierra. La lucha por el poder y el control, por la tierra, por las minas, alcanza dimensiones terribles. La corrupción está tan a la orden del día como la violencia. Los sectores políticos y económicos en pugna, y también los diversos grupos paramilitares, se encargan de mantener un clima de inseguridad permanente.
Una vieja máquina de coser
En una pequeña estancia de paredes toscamente enlucidas, algunas mujeres se han juntado en torno a una mesa de madera. Sylvia, una psicóloga de familia francesa que trabaja para la Agro Acción Alemana, entra y saluda amablemente. Las mujeres tiene cierto parecido entre sí, o esa impresión da, aunque no tanto por su aspecto físico. Los mismos ademanes lentos, la actitud distanciada y el rostro inexpresivo; poco dicen sus parcos gestos. Están ligadas por el destino, unidas en el dolor y en la pena.
Me entero de que llegaron al pueblo algunos todoterreno abollados. De ellos saltaron a tierra unos cuantos jóvenes e incluso niños, lanzando gritos y agitando las armas. Insultaron a los habitantes y los acusaron de simpatizar con la gente equivocada y de apoyar a un grupo militar enemigo. El poder de los más fuertes, de quienes portaban armas, tomó el mando. Fue el fin de la vida cotidiana, el final de muchas vidas, el comienzo de muchos traumas, sobre todo para las mujeres.
Chozas quemadas, casa destrozadas, muertos. Y violaciones, mutilaciones, expulsiones. Muchos niños fueron llevados a trabajar en las minas o a campos militares de entrenamiento. Allí se les convirtió en asesinos, por medio del terror y el lavado de cerebro.
Según el balance de Naciones Unidas, en 2008, en tan sólo dos meses 200.000 personas se vieron obligadas a huir en busca de protección, vagando sin rumbo entre los frentes. Era la época en que comenzaron los enfrentamientos armados entre el desolado ejército congoleño, compuesto por diversos grupúsculos armados, y las tropas de Laurent Nkunda, apoyadas desde Ruanda. Nkunda acabó siendo detenido, lo cual, no obstante, consolidó la situación.
Sylvia explica que las mujeres, víctimas de la violencia y la discriminación racial, y a menudo separadas de sus hijos, necesitan sobre todo apoyo psicológico. “Hacemos posible que aprendan a leer y escribir, que reciban una educación”. Por ejemplo, como costureras: en medio de la estancia, sobre la mesa, hay una vieja máquina de coser Singer. Pero los rostros de las mujeres permanecen impasibles. Impenetrables, oscuros como una piedra volcánica. Su historia está ligada a la del país: una historia de opresión, humillaciones, pena y dolor.
Bajo dominio extranjero
El país, donde antes existía uno de los mayores reinos de África, ha sido sistemáticamente explotado desde el S. XVII. Primero llegaron los portugueses, luego los holandeses y los británicos. A partir de la Conferencia de Berlín, en 1884-85, dominaron allí la monarquía belga y sus gobiernos por medio de la brutalidad y el terror. El cambio llegó con la independencia y las primeras elecciones democráticas, en 1960. Patrice Lumumba, el carismático líder de la resistencia congoleña contra la dominación extranjera, fue elegido presidente, convirtiéndose en una astilla en el ojo para los occidentales.
Lumumba recelaba de los EE. UU. y de las potencias europeas que antes dominaron en la zona, con mayor motivo después de haber criticado públicamente a Bruselas por los crímenes cometidos en la época colonial. Lumumba, la esperanza para Congo y para muchos movimientos de liberación africanos, fue asesinado en enero de 1961 por órdenes provenientes de Bélgica y con conocimiento de Balduino I. Le sucedió en el gobierno Joseph Mobutu, apoyado entre otros por Washington, París y Bruselas, y más tarde llamado “mi distinguido amigo” por George Bush padre. El déspota se mantuvo en el poder durante más de 40 años, cambiando en 1971 el nombre del país por el de “Zaire”. Murió en 1997 en el exilio, en Marruecos. Su sucesor fue Laurent-Désiré Kabila, muerto en atentado en 2001. Desde entonces gobierna su hijo Joseph, confirmado como presidente en dudosas elecciones llevadas a cabo bajo control internacional.
En el este del país, sobre todo en la provincia de Kivu del Norte, siguen produciéndose hoy en día violentos combates entre el ejército congoleño, las milicias Mai-Mai y los grupos rebeldes procedentes de Ruanda. Desde hace tiempo se acusa al ejército congoleño de colaborar con grupos hutu implicados en el genocidio ruandés de 1994. Grupos rebeldes de Ruanda y Uganda pretenden acceder a los recursos naturales de la zona fronteriza de R. D. del Congo. Financian la lucha mediante la extracción y el comercio ilegales, sobre todo de oro y coltán, y compran armas a los traficantes internacionales. Precisamente el coltán es un mineral particularmente codiciado, ya que es utilizado por la industria electrónica de los países más industrializados para la construcción de teléfonos celulares, y se precisa también en la tecnología espacial.
Riquezas minerales por armas
La R. D. del Congo posee el 70% de las reservas mundiales de coltán. Sin embargo, hasta hoy estas riquezas han sido más una maldición que una bendición para el país. Los cascos azules de la ONU (MONUC), que con alrededor de 18.000 soldados constituyen su mayor contingente mundial, apenas han contribuido hasta ahora a poner fin al conflicto. “En las ciudades de la región están presentes el ejército y el MONUC, pero quien se adentra en las zonas rurales se topa indefectiblemente con paramilitares e incluso niños armados con Kalashnikovs que, en el mejor de los casos, sólo quieren robarte”, dice Gregor.
“Hasta hace poco, las tropas de paz no disponían siquiera de helicópteros equipados para la visión nocturna. La ONU estaba ciega por la noche”. El número de soldados es escaso para la enorme extensión del país. Señala también que “debido a la mala preparación y al pobre equipamiento, la misión de la MONUC está casi condenada al fracaso. No es ningún secreto que los cascos azules a menudo llegan tarde y actúan sin coordinación; no es raro que para confirmar una orden tengan que telefonear a Nueva York. Eso lleva tiempo, un tiempo que del que quizá las víctimas ya no disponen”.
Por las mañanas, antes de ponerse en marcha para atender sus proyectos, Gregor y Sylvia se coordinan vía Internet con sus colegas de la DW y de otras organizaciones humanitarias presentes en la zona. Se ponen al día de la situación y los posibles peligros. Como es natural, los cooperantes extranjeros dependen muchas veces de la información que reciben de la población. Es importante que las autoridades locales, los señores de la guerra y sus combatientes estén informados de los desplazamientos y la presencia de los grupos occidentales y de sus diversos proyectos. De otro modo, sería visto como una injerencia; sólo la comunicación reduce el riesgo.
Obras en Goma
En la parte norte del lago Kivu, no muy lejos de la ciudad de Goma, ya no miramos tan a menudo temerosos a ambos lados del camino, hacia el bosque. La sensación de una cierta seguridad crece a medida que nos acercamos a los arrabales de la ciudad. Ya no es tan grande el peligro de sufrir un asalto repentino desde la espesa maleza, o de toparnos con una inesperada patrulla de rebeldes. Nuestro vehículo se tambalea en su marcha por el irregular firme. “Pronto habrá aquí un nuevo pavimento”, explica Gregor. Las obras ya han comenzado, dice, y señala por encima del volante una gran nube de humo. Nos bajamos y nos dirigimos hacia donde se encuentran algunos hombres con palas.
Un camión descarga ante nosotros toneladas de arena y piedra. Todos aguardan a que la carga se asiente. Un rato después el camión se aleja, los hombres toman las palas, se suben al montón de arena y empiezan a repartirlo por la carretera. Al otro lado se ve a unas mujeres, algunas con niños pequeños, que al pie del montículo clasifican las piedras a mano, un trabajo arduo y laborioso. “Es otro proyecto nuestro”, dice Gregor. “Lo llamamos 'cash for work'; ofrecemos trabajo y lo pagamos de inmediato. Intentamos así llegar a los parados”. Y se desarrollan las infraestructuras de la región. No sólo las mujeres, las víctimas de violaciones, reciben ayuda, también se acoge a antiguos combatientes, miembros de unidades paramilitares, del ejército o rebeldes, que han sido despedidos.
Entretanto, las Fuerzas Armadas de la R. D. del Congo están siendo “modernizadas”, así lo llaman, por la UE. Esto se hace en el marco de la “misión de asesoramiento y asistencia”, EUSEC. Asesores militares enviados por Bruselas —entre ellos personal del ejército alemán— dirigen y controlan las “reformas”. Se pretende una integración del ejército y crear nuevas estructuras administrativas, según se dice. Se recogen armas y se controla el pago del salario a los soldados. También se ayuda a los menores para que acudan a la escuela y evitar así que vaguen sin rumbo por el país y sean reclutados por los paramilitares.
“Sigue siendo demasiado poco. Debería hacerse más. Pero un Congo estable es probablemente una quimera”, dice Gregor. “Después de todos los años que he pasado aquí, me ha quedado claro que lo que a todos les importa son los valiosos recursos naturales”, especialmente a Occidente. Si la R. D. del Congo fuera de verdad un Estado democrático y soberano, los derechos de extracción, las aduanas y los impuestos jugarían un papel importante. Sin embargo, es más sencillo sortear las estructuras estatales, es más barato pagar a los señores de la guerra locales, que luego se encargan de que las codiciadas mercancías salgan del país de manera segura. Que con ese dinero los rebeldes adquieran nuevas armas y las utilicen, apenas interesa a nadie.
Fuente: DR Kongo: Der Fluch des Coltans
Javier Fdez. Retenaga forma parte de los colectivos Rebelión y Tlaxcala, la red internacional de traductores por la diversidad lingüística. Esta traducción se puede reproducir libremente a condición de respetar su integridad y mencionar al autor, al traductor y la fuente.

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