viernes, 22 de enero de 2010
La presidencia española de la Unión Europea, lo que mal empieza…
22-01-2010
Alberto Montero Soler
El Observador
Han sido necesarios muy pocos días y propuestas para que se ponga de manifiesto el cariz que puede tomar la presidencia española de la Unión Europea.
Y es que hace falta ser muy atrevido para comenzar el mandato aludiendo a la decisiva contribución que España va a realizar para sacar a Europa de la crisis.
No sé cómo no se dan cuenta quienes escriben los discursos del presidente español de que para hacer ese anuncio uno debe tener una cierta legitimidad y unos hechos detrás que avalen la credibilidad del mismo. Y de ambos factores este país anda, precisamente, un tanto escaso. No contribuye mucho a que alguien pueda tomar esa declaración en serio cuando se realiza desde el país en el que con mayor gravedad y profundidad se ha manifestado la crisis, el que tiene una tasa de desempleo que duplica la media comunitaria y el que posee unas perspectivas de salida de la misma que se retrasan hacia un horizonte bastante más lejano que el de las economías de nuestro entorno.
En cualquier caso, a pesar de que las perspectivas sean tan pesimistas, no cabe descartar que una mínima recuperación de unas décimas de la tasa de crecimiento del PIB español se anunciaría a bombo y platillo como el inicio de la recuperación de la economía española y de que, por tanto, ya estaríamos en condiciones de mostrar a Europa cómo avanzar para encontrar la luz al final del túnel.
Sin embargo, hablar de salida de la crisis en términos de crecimiento del PIB es ignorar que el principal problema económico que en estos momentos preocupa a los españoles es, sin lugar a dudas, el desempleo. Así lo demuestra la última encuesta del CIS en la que el paro aparece como la principal preocupación del 79% de los españoles.
Por lo tanto, si consideramos que para los españoles el problema no es si el PIB crece o no unas décimas sino si ese crecimiento se traduce o no en creación de empleo, el presidente Zapatero debería ser un poco más prudente cuando anuncie que España ya ha salido de la crisis y recordar lo que hace unos días manifestaba Campa, su secretario de Estado de Economía, al que no le duelen prendas para advertir de que este país no retornará a una tasa del desempleo del 8% -es decir, aquélla en la que nos encontrábamos cuando comenzó la crisis-, hasta el año 2015. Ello siempre y cuando a partir de 2012 el PIB crezca a una tasa del 2% y de que la economía española, a esa raquítica tasa, sea capaz de crear empleo ya que, como lo demuestra su historia económica reciente, siempre se ha necesitado de unas tasas algo más elevadas para generar empleo neto.
Sé que este llamamiento a la prudencia es casi incompatible con la necesidad política de ofrecer, cuanto antes, resultados económicos positivos. Buena prueba de ello se produjo cuando, preguntado por cómo España iba a aportar soluciones para la crisis a nivel europeo teniendo en cuenta la gravedad de la situación doméstica y la incapacidad para resolverla, el presidente Zapatero sacó pecho y, ofendido porque la pregunta se la hiciera un compatriota, respondió con una de esas frases para el recuerdo: “España está a punto de salir de la crisis si no lo ha hecho ya”.
Con ese tipo de declaraciones Zapatero sólo consigue demostrar que sigue sin tener un conocimiento mínimamente aquilatado de la situación de la economía española o que, si lo tiene, no quiere difundirlo por negativo, como ocurrió cuando se negó a reconocer la existencia de la crisis en este país. Aquella postura, que ahora trata de justificar apelando a su planteamiento optimista ante la vida, sólo puede ser tachada de irresponsable. Y es que no niego que ser optimista no sea una actitud positiva a nivel personal pero cuando se es el presidente del gobierno de un país ante todo debe primar la responsabilidad y no el optimismo pensando que éste es una virtud que se contagia y que, una vez extendida en forma de pandemia, los problemas se arreglan solos.
Evidentemente, cuando uno peca de ese nivel de imprudencia es normal que comiencen a llover las críticas. Y éstas no tardaron en llegar de la mano de “Financial Times” o “The Economist” que vinieron a recordar, precisamente, que la situación de la economía española no era como para que el presidente Zapatero fuera ofreciendo al resto de Europa su experiencia en el tratamiento de la crisis y de que, por lo tanto, no estarían demás unas mayores dosis de humildad y algún tranquilizante para los aires de grandeza con las que se iniciaba el mandato.
Sin embargo, no contento con el chaparrón inicial, el presidente Zapatero quiso ir un poco más allá y lanzó rápidamente una propuesta cuya vida duró lo que tardaron alemanes y franceses en rechazarla y el “Wall Street Journal” en mofarse de ella.
Así, Zapatero planteó la ingeniosa idea de que, ante el fracaso de la estrategia de Lisboa en donde se planteaban objetivos tales como el incremento de la tasa de empleo hasta el 70% de la población o el aumento de la inversión en I+D hasta el 3% del PIB, la nueva estrategia para los próximos años debería no sólo incluir nuevos objetivos concretos sino que, además, éstos debían ir acompañados de “medidas que actúen como incentivo y, si resulta aconsejable, medidas correctivas por lo que se refiere a los objetivos fijados en nuestras políticas económicas”. Una propuesta que, casualmente y para más inri, iba en la misma línea que la planteada por Guy Verhofstadt, el líder del grupo liberal en el Parlamento Europeo.
La propuesta apuntaba a replicar en materia de empleo y competitividad la filosofía del Pacto de Estabilidad y Crecimiento que constriñe la posibilidad de que los estados miembros de la Unión Monetaria puedan realizar políticas fiscales excesivamente expansivas.
La respuesta de alemanes y franceses no se hizo esperar y, por ejemplo, el ministro alemán de Economía manifestó que la propuesta “no tenía mucho sentido” y que lo máximo a lo que estaban dispuestos era a aumentar la coordinación entre los gobiernos nacionales.
La contrarréplica española fue inmediata: “donde dije digo ahora digo diego”. La vicepresidenta del gobierno se apresuró a declarar que en ningún caso Zapatero había hablado de sanciones y que España y Alemania “coincidían absolutamente en una mayor coordinación de las políticas económicas". ¿Y es que puede ser de otra forma? ¿O es que alguien va a estar en contra de que el aumento de la coordinación de las políticas económicas en una unión monetaria es algo deseable en sí mismo?
Sin embargo, y este es el problema de fondo, la realidad demuestra que esa coordinación no existe y que ni siquiera el mecanismo de las sanciones es válido para conseguir que los países de la Unión Europea avancen juntos hacia un proyecto económico común.
Que la coordinación no existe se ha puesto de manifiesto de una forma cruda en los planes de actuación que los distintos gobiernos han planteado frente a la crisis. Más allá de acuerdos puntuales en materia de rescate del sistema financiero, cada país ha implementado los programas de recuperación económica que ha estimado oportuno en función de sus intereses nacionales y evitando que, en la medida de lo posible, los mismos pudieran tener efectos más allá de sus fronteras. El temor a una apuesta decidida por la expansión de la demanda agregada en países como Alemania, por ejemplo, tiene mucho que ver con la incidencia positiva que las medidas que se articularan para ello tendrían sobre otros países de la región y, por lo tanto, con la imposibilidad de rentabilizarlas electoralmente a nivel interno.
Es más, ¿cómo puede plantearse más allá de las meras declaraciones retóricas la importancia de la coordinación en materia de políticas económicas que afecten a la economía real cuando la mayor parte del comercio de los países de la Unión Europea (el 67,4% de las exportaciones y el 62,6% de las importaciones) es intrarregional? Esa estructura del comercio se ha conseguido, en gran medida, a base de estimular la competitividad nacional para copar cuotas de mercado en el resto de Estados miembros al tiempo que se eliminaban las restricciones a la circulación de mercancías y capitales con vistas a crear un mercado único en el que cada país compitiera en igualdad de condiciones con el resto.
En este sentido, plantear ahora objetivos basados en el refuerzo de la competitividad, aunque sea para hacer frente comercialmente al resto del mundo o para equiparar la Unión Europea a los Estados Unidos, y además establecer compromisos vinculantes sometidos a sanción en caso de incumplimiento es desconocer radicalmente la esencia del proyecto europeo.
No es que sea una propuesta inviable es que, como plantearon inmediatamente lo alemanes, no tiene sentido en esta Europa de los mercaderes.
Es por eso que el carácter de las propuestas iniciales de la presidencia española anda tan desencaminado. Porque la Europa que los mercaderes pensaron ya existe, es cierto que no con el grado de profundidad en la liberalización de las relaciones económicas que ellos desearían (aún puede irse más lejos al respecto y la crisis se está convirtiendo en una buena excusa para ello), pero sí con la suficiente intensidad como para vetar cualquier medida que pudiera entenderse como un incentivo a la posibilidad de equiparar las condiciones productivas entre países y, con ello, a incrementar la competencia por los mercados nacionales.
Si este presidente quiere pasar a la historia de la Unión Europea por sus propuestas rechazadas debería pensar más en todas aquellas que sería posible realizar para incrementar la democracia a nivel europeo, para construir una hacienda pública comunitaria o para conseguir que los niveles de bienestar que disfruta un ciudadano sueco o danés sean similares a los de uno griego o español. Puestos a pedir lo imposible, que al menos parezca por sus peticiones que es socialista.
Alberto Montero Soler (amontero@uma.es) es profesor de Economía Aplicada de la Universidad de Málaga y puedes leer otros textos suyos en su blog La Otra Economía.
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