sábado, 12 de diciembre de 2009

Alcohol, drogas y gobernantes



13.5.09
navegaciones.blogspot.com

A diferencia de otras sustancias que producen bienestar cerebral o lo contrario, en Occidente el alcohol ha librado bastante bien las prohibiciones. En el siglo pasado hubo sólo unos cuantos casos de veto total a los vinos y licores (el más grave y contraproducente fue el emprendido en Estados Unidos entre 1920 y 1933), aunque son comunes las restricciones a la venta de alcohol en ciertos horarios y en tiempos de elecciones. Esa tolerancia jurídica, que contrasta para bien con la severa persecución que sufren los briagos en la mayor parte de las sociedades islámicas, va acompañada de una ambigüedad moral para con los borrachos que se extiende desde la simpatía y la complicidad hasta la repugnancia, pasando por la muy encomiable postura clínica que postula el deber social de asistir al alcohólico en su rehabilitación.

El ebrio inofensivo da ternura y el que se hace daño a sí mismo causa risa (descansa en paz, célebre Canaca), pero el que afecta a otros en su irresponsabilidad suscita la indignación.

La misma razón por la que se permite la producción, el transporte, la venta y el consumo de bebidas alcohólicas (el principio de libertad, individual o de empresa) es válida para descalificar la prohibición de numerosas sustancias sicotrópicas. En esa lógica, los mismos argumentos esgrimidos para ilegalizarlas (riesgo de adicción, generación de conductas violentas y antisociales, destrucción de entornos familiares y sociales, comisión de actos irresponsables) tendrían que aplicarse para impedir el descenso de cualquier líquido con poco o mucho alcohol por los esófagos de los ciudadanos: el trago provoca una pérdida de control que puede ser chistosa o repugnante, a lo más, cuando la anécdota no va más allá de decir ocurrencias, quedarse tirado u orinarse en los pantalones. Pero cuando un borracho o una borracha operan una grúa con diez toneladas de carga, o pilotan un avión, o practican una cirugía a tórax abierto, o ejercen con legitimidad o sin ella la Presidencia de la República, hay sobrado motivo para la alarma y el escándalo.

En youtube están documentadas algunas recaídas públicas del alcohólico George W. Bush, una que otra idiotez etílica de José María Aznar y la peda monumental que Nicolas Sarkozy se puso en un encuentro con Vladimir Putin.

Y por cierto: es fácil truquear el video de alguien que habla para hacerlo aparecer como si hubiera bebido un galón de vodka o de mezcal ríspido: se acelera 50% la velocidad de la grabación y se sube cinco notas la frecuencia del audio. El truco ha sido hecho a costillas de Putin, de Jacques Chirac y del propio Bush.

El borracho presidencial más célebre de la historia mexicana es, a no dudarlo, Victoriano Huerta, quien llegó al Ejecutivo por medio de un sangriento golpe de estado. El rumor popular atribuye una afición etílica similar a Felipe Calderón, quien accedió al cargo 93 años después mediante un fraude electoral. Él y sus allegados sabrán si el chisme es cierto o no, y a estas alturas no viene al caso ponerse en plan de ayatola para censurarlo por algo de lo que ni siquiera se tiene certeza. Lo más grave con el michoacano no es que beba en exceso, si es que eso es cierto, sino que está en Los Pinos como resultado de un proceso electoral inmundo y que no representa a la ciudadanía sino a la oligarquía empresarial, política y mediática a cuyos intereses sirve. Así que lo que sigue es producto de la mera curiosidad y no de la mala fe ni de un afán de descalificar, por briago, a alguien que, siéndolo o no, merece descalificaciones más severas.

El jueves 23 de abril por la noche, Calderón hizo anunciar el inicio de una contingencia nacional por la epidemia de influenza. En un santiamén, José Ángel Córdova Villalobos contagió al país entero el virus de la incoherencia y la zozobra, en tanto que su jefe no volvió a dar la cara sino hasta el sábado, cuando apareció en Oaxaca para anunciar que la estrategia contra la influenza tomaba elementos autoritarios de su “guerra contra las drogas”. El domingo 26 se difundió un video de su comparecencia ante el Consejo Nacional de Salud en el que se le veía raro, vacilante y con la boca seca. Luego no se supo de él el lunes ni el martes (cuando Córdova Villalobos lanzó el novedoso concepto de “cifras móviles” y resucitó a la mayor parte de los fallecidos reportados anteriormente), y no fue sino hasta las 11 de la noche del miércoles 29 cuando Calderón volvió a la escena en un mensaje en cadena nacional en el que dijo, entre otras cosas, que la actividad económica era “normal”. Y apareció de nueva cuenta con la mirada un poco borrosa, una pronunciación de las erres sutilmente resbalada y cierta pérdida del tono facial.

Ante el desbarajuste informativo del gobierno federal, y apalancada en el rumor de las aficiones etílicas del michoacano, la conseja popular concluyó que Calderón, en momentos de presión, escogió el alcohol como arma no para combatir al virus sino para olvidarse de él por un rato.

(Y lo que sigue es refrito de un post anterior, por si gustan saltárselo.)

¿Estaba ebrio Calderón cuando grabó su mensaje del 29 de abril? Quién sabe. Bajé el video de la página web de la Presidencia, lo observé con atención y no pude concluir nada en firme. Lo vi cuadro por cuadro y me sorprendió la frecuencia y cantidad de imágenes estáticas en las que el michoacano aparece con los ojos cerrados, expresiones inusuales, gestos asimétricos y una aparente pérdida de control de los músculos faciales. Repetí esta observación en un video del año pasado y allí el panista se ve en pleno dominio de su cara. Nada de esto es concluyente: en el segundo de esos mensajes, Calderón habría podido estar alcoholizado, pero también con un exceso de fatiga, o conmovido porque se encontraba (luego lo confesó con modestia) en pleno rescate de la humanidad, o será que así es él y no nos habíamos dado cuenta. Pero, insisto, lo realmente grave es lo otro:



Más o menos lo mismo pasa en cada
circunstancia de crisis emergente:
se encontraba borracho el presidente
o no, pero da igual: no sabe nada.

Así fue el terremoto, la olvidada
caída de la bolsa, el inclemente
huracán repetido que a la gente
deja sin techo, herida o ahogada.

Cuando nuestro país sirve de cuna
al virus ojetísimo y porcino,
no hay datos, ni gobierno, ni vacuna.

Quite el de “mano firme” las pezuñas
que no nos ha dejado otro camino
más que rascarnos con las propias uñas.

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