jueves, 11 de marzo de 2010
Lo que queda de Iraq
BAGDAD. La autora, que cubrió la invasión desde Bagdad, señala que las tropas ocupantes hicieron todo lo posible por aumentar el odio étnico y religioso.
VIOLENCIA, DIVISIÓN, MUERTE E INJUSTICIA DESTRUYEN EL PAÍS
Siete años después del inicio de la ocupación liderada por EE UU, Iraq presenta un paisaje desolador, minado por la invasión y la guerra.
Olga Rodríguez, periodista especialista en Oriente Próximo y autora de los libros "Aquí Bagdad" y "El hombre mojado no teme la lluvia"
Miércoles 10 de marzo de 2010.
Apesar de que los mandamases del mundo aseguraran en 2003 que la guerra de Iraq –lo llamaban guerra, cuando en realidad fue una invasión ilegal– había sido limpia, eficaz y exitosa, los que estábamos en Bagdad sabíamos que aquello de exitoso había tenido poco y de limpio menos. Era evidente que las acciones de los ejércitos invasores estaban favoreciendo el caos, la corrupción y la violencia.
En abril de 2003 contemplé cómo la Biblioteca de Bagdad, víctima de los saqueos masivos, era devorada por las llamas. “Arde a 451 grados Fahrenheit”, pensé en referencia al libro de Bradbury. A tan sólo unos metros más allá, varios soldados estadounidenses contemplaban impasibles el incendio. Tenían orden de no intervenir. Aquellas lenguas de fuego devorando la historia de Iraq eran una metáfora inequívoca del futuro del país.
La división de Iraq
Los ejércitos de ocupación impulsaron el desmantelamiento de las Fuerzas Armadas iraquíes, impusieron por ley la persecución de todas aquellas personas vinculadas al partido Baaz de Sadam Hussein, lo que incluía a los funcionarios –también los bajos rangos de la Administración, profesores, médicos y periodistas–, y fomentaron las divisiones sectarias a la hora de repartir el poder político y militar. De ese modo, Iraq fue dejando de ser un Estado para convertirse en un conjunto de grupos divididos en función de las sectas religiosas y de los intereses políticos, cada uno de ellos con su propio ministerio en el Gobierno y sus propias milicias armadas. El vecino Irán aprovechó esas profundas grietas para establecer su control en importantes sectores del país.
Han pasado siete años e Iraq ha perdido prácticamente su tejido social. La ocupación y la guerra han dejado un millón de muertos y cuatro millones de huérfanos, según cifras gubernamentales y de organizaciones internacionales independientes.
Cientos de profesionales liberales –médicos, artistas, profesores, abogados, periodistas, etc.– han sido asesinados y otros miles han tenido que huir del país. Apenas quedan intelectuales en Iraq.
Decenas de miles de personas han pasado por cárceles secretas. En la actualidad hay al menos 20.000 presos sin posibilidad real de conocer sus cargos o de ser juzgados; algunos llevan así años, sin haber cometido delito alguno y sin que sus familiares conozcan su paradero.
Otros han sido ahorcados en ejecuciones oficiales masivas denunciadas reiteradamente por los defensores de los derechos humanos. Tengo conocidos que han sido torturados o vejados sexualmente y obligados a firmar declaraciones juradas bajo coacción. Tras ello, han decidido formar parte de la resistencia armada iraquí. Otros se han exiliado, han escapado de la violencia y emprendido rumbo a Jordania o Siria, donde viven esperando la posibilidad de un regreso que siempre se pospone. Cinco millones de iraquíes han huido de sus hogares . Es uno de los mayores éxodos de las últimas décadas en el mundo, según datos de Acnur. Buena parte de las mujeres han tenido que abandonar sus empleos tras recibir amenazas de muerte por parte de grupos integristas. El país ha sufrido un proceso de islamización y un claro retroceso en materia de género.
Los escuadrones de la muerte han ejercido un papel fundamental en la violencia sectaria. Su época de auge coincidió con la llegada de John Negroponte a Bagdad como embajador estadounidense. Washington ha practicado el “divide y vencerás”: primero tejió alianzas con líderes chiíes claramente cuestionables para decantarse, después, por la colaboración temporal con grupos principalmente suníes que aceptaron la unión con el Ejército estadounidense a cambio de dinero y armas. Y así las empresas armamentísticas se frotan las manos porque la entrada de arsenales en Iraq es constante.
Y ¿qué ha sido de los artífices de esta catástrofe? Tony Blair afirma orgulloso que lo volvería a hacer, ejerce como enviado especial para Oriente Medio, tiene una fortuna millonaria y oculta al fisco parte de sus ingresos, tal y como desveló recientemente The Guardian; Aznar –y su dedo– se pasea por el mundo como portador de la verdad absoluta y, al igual que su colega Blair, se embolsa jugosas cantidades por ejercer de asesor o de conferenciante; del cowboy estadounidense mejor no hablemos, pues ya que estamos en Europa debemos preguntarnos qué Europa es ésta que tiene al cuarto de las Azores, Durão Barroso, como un hombre fuerte de la Unión Europea.
Esto es Iraq hoy: un tablero de ajedrez en el que Washington y Teherán echan un pulso por el control de la zona. Un lugar donde se conculcan a diario los derechos humanos, donde la corrupción campa a sus anchas y donde los daños psicológicos provocados por la violencia y la injusticia perdurarán durante generaciones. Un territorio que merece justicia y libertad para gestionar su futuro. Así lo establece la ley internacional. Ya es hora de que ésta se aplique.
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