viernes, 4 de septiembre de 2009

Homenaje a Indochina (I)

Imagen de Ho Chi Minh

Rafael Poch-de-Feliu

Hace 30 años los estadounidenses evacuaban en helicópteros a sus últimos funcionarios y amigos, desde los terrados de la embajada en Saigón. Ex ministros, generales, torturadores, oficiales de escolta, diplomáticos y agentes de la CIA, abandonaban el país, con documentos, maletas llenas de dólares, y algunos malos recuerdos. Tres horas después, un tanque con la bandera del Frente de Liberación Nacional llegaba al centro de la ciudad.

Su oficial, con un mapa en la mano, preguntaba a la gente la dirección del Palacio Presidencial. “No conocemos Saigón, hace bastante que no estábamos por aquí”, explicaba sonriente. En las calles, montones de botas y uniformes militares abandonados por los soldados del sur, que ya se mezclaban con la población. Telón sobre la guerra de destrucción más terrible de la historia y la más larga del siglo XX. Su herencia era espantosa.
La estimación oficial en Vietnam es que la guerra eliminó al 10% de los 50 millones de habitantes del país. Cinco millones de víctimas vietnamitas, de ellas cuatro millones civiles y un millón en combate. Las estimaciones más restrictivas, citadas por Hobsbawm en su “Age of extremes”, hablan de dos millones de muertos. En Laos, que entonces tenía 2,5 millones de habitantes, los muertos fueron unos 350.000, más del 10% de la población. Otro 20% huyó. Al concluir la guerra, el 90% de la gente con estudios había abandonado Laos. En Vietnam, los estadounidenses sufrieron 58.000 soldados muertos y 153.000 heridos. Sus aliados coreanos 5.000 muertos, australianos 500, neozelandeses 38. De filipinos y tailandeses no hay cifras exactas; algunos cientos. 44.000 vietnamitas y 11.000 laosianos han muerto desde el fin de la guerra por la munición no explosionada que hay en su tierra. Los efectos medioambientales de los agentes químicos con los que se roció el país, han dejado una terrible secuela, ecológica, económica y genética. Hay tres millones de personas enfermas por esa causa, según Cruz Roja.
Entre 1964 y 1973 Estados Unidos lanzó sobre Laos más de 2 millones de toneladas de bombas en 580.000 misiones aéreas, es decir; una media de una operación de bombardeo cada 8 minutos, día y noche, y unos 800 kilos de explosivos por habitante, hombre, mujer, niño y anciano. Vietnam recibió 5,3 millones de toneladas, casi tres veces más que los 2 millones lanzados por todos los bandos a lo largo de toda la Segunda Guerra Mundial, pero su cuota per cápita es menor que la de Laos. La mayoría de las víctimas eran campesinos que no entendían por qué se les castigaba.
No ha habido disculpas ni reparaciones de EE.UU. Desde el cambio de siglo, hace cinco años, Estados Unidos ha librado dos nuevas guerras imperiales, en Afganistán e Irak, y está contemplando librar otras dos, en Irán y Corea del Norte.
El aniversario de Indochina plantea, así, dos grandes preguntas. Una sobre los agredidos; quiénes eran, cómo pudieron soportar todo aquello y qué fue de ellos. Otra sobre la potencia agresora; cuál es la lógica que preside tanta violencia, ¿qué mecanismos explican que, treinta años después, las cosas sigan igual allá?
Arroz
El cultivo del arroz irrigado es una labor compleja y laboriosa. Su siembra y cosecha, precisan unos cuidados y una atención superiores a los del maíz o del trigo, bases materiales de las grandes civilizaciones cerealistas de América, Egipto o Mesopotamia. Es importante calcular bien la distancia entre cada plantel, e implantar en el momento adecuado, es decir: rapidez y exactitud. La irrigación es igualmente complicada. Exige penosos trabajos de canalización y conducción de agua, así como, una vez más, un cálculo preciso de los volúmenes que cada campo necesita.
Todavía hoy, el 80% de los vietnamitas son campesinos, la mayoría arroceros. Antes se creía que el arroz había llegado a Vietnam desde la “matriz” civilizatoria china del Río Amarillo, pero la evidencia arqueológica ha complicado esa tesis. Hoy se cree que el cultivo del arroz tiene una historia de 6.000 años en el delta del Río Rojo, en los alrededores de Hanoi, y puede decirse que los vietnamitas fueron uno de los primeros en “inventarlo” en Asia.
Practicado a lo largo de milenios, el cultivo del arroz imprimió carácter a los vietnamitas, a sus actitudes morales e instituciones políticas y sociales, que dan gran importancia a las virtudes de la cooperación, al trabajo duro y al sacrificio de las necesidades individuales a los intereses generales. El arroz explica su general aptitud industrial, su disciplina, flexibilidad y eficacia.
“Al principio, medio en broma, medio en serio, me decía que la aptitud de los pueblos de tradición cultural china hacia la alta tecnología tenía que ver con el uso de palillos para comer, pero con el tiempo me parece que la clave está más bien en el arroz”, dice el orientalista ruso Dega Deopik.
Otro rasgo esencial es el término “Indochina”, que define una posición a caballo entre dos civilizaciones. Vietnam pertenece culturalmente al mundo chino y estaba en contacto con la cultura india. A diferencia de los chinos, los vietnamitas siempre supieron que, además de China, había otros “centros del mundo”, otras mentalidades. Eso les permitió aceptar y tomar de otras tradiciones lo que consideraron útil, sin renunciar a lo suyo.
Durante novecientos años, entre el siglo I antes de Cristo y el siglo IX de nuestra era, los vietnamitas formaron parte del imperio chino, pero no se disolvieron. Casi mil años de iniciado ese dominio, se liberaron de él. Luego llegaron los mongoles, en tres oleadas masivas, con ejércitos de centenares de miles. Diezmaron a la población y asolaron el país, pero fueron rechazados por la brillante estrategia militar de los jefes vietnamitas. Se llega, así, al tercer rasgo fundamental de la nación, su carácter aguerrido, indómito y voluntarioso en la defensa de su independencia. En la época moderna, las generaciones de vietnamitas se sucedieron en una guerra de cuarenta años en la que franceses, japoneses, estadounidenses y chinos, se relevaron en el papel de derrotados. “Hemos sido el único país que ha vencido a tres miembros del Consejo de Seguridad de la ONU”, explica irónico un historiador de Hanoi.
Todo ello sumado, esa constelación milenaria de habilidades con el arroz en el centro, la capacidad de apertura hacia influencias externas, y su voluntad como nación, arroja las claves esenciales del actual espectacular progreso económico vietnamita. Sobre ese entramado secular, ha surgido un país nuevo y muy pujante, cuyo principal rasgo es el optimismo.
Un país nuevo y libre
Según la encuesta de una agencia internacional realizada en 170 países, la población de este “pequeño” país de 85 millones de habitantes (más poblado que el mayor país europeo), es la más optimista del mundo.
Como en China, en términos generales nunca la gente había vivido mejor, pero a diferencia de aquella, que concluyó su guerra civil en 1949, en ese “vivir mejor” vietnamita se incluye el primer periodo sin guerra ni militarización desde 1989, cuando concluyó la retirada militar de Camboya. O sea, que la actual generación es la primera en medio siglo que crece en un país soberano en condiciones normales.
Entrecruzada con el “baby boom” de posguerra, que hace que el 54% de la población vietnamita tenga menos de 30 años, y con una inteligente política económica, esa anomalía de la historia nacional otorga a la sociedad un enorme impulso optimista y crea excelentes condiciones, sicológicas y vitales, para el desarrollo.
En los últimos diez años el PIB per cápita se ha doblado (alcanzando los 550 dólares anuales) y la parte de la población viviendo en pobreza se ha reducido a la mitad, del 60% al 30%. La esperanza media de vida es de 71 años y el nivel de alfabetización del 91%, dos parámetros de país desarrollado en una nación que aun es muy pobre, y que entre 1995 y 2003, pasó del puesto 120 en desarrollo humano (sobre 175 países), al 109. El crecimiento medio de los últimos quince años es del 7%. Antes del cambio (la reforma de mercado, el “Doi Moi” iniciado en 1986) eran importadores de arroz, hoy son el tercer exportador mundial.
Los vietnamitas mostraron una gran habilidad en la comercialización de sus productos agrícolas y pesqueros. Empaquetaron, congelaron y anunciaron sus mariscos y con eso salieron al mercado exterior. La madre naturaleza acudió en su ayuda con toda una serie de hallazgos de recursos naturales que los soviéticos localizaron. En todo el sudeste asiático, no hay país más bendecido desde ese punto de vista. Sus reservas de petróleo se estiman entre 150 y 225 veces su actual producción anual, que el año pasado rentó 5.700 millones de dólares en exportaciones (22% del total de las exportaciones).
Le Van Hao, profesor del Instituto de psicología de Hanoi, recuerda con cariño sus años de estudiante en Rostov del Don, en la URSS de principios de los ochenta. Los soviéticos, habían sido el principal apoyo de Vietnam durante la guerra y formaban, con gran generosidad, a miles de estudiantes y obreros en sus fábricas y universidades. “Todo era gratis, nos pagaban una bolsa de estudios suficiente, mi mujer y yo teníamos una habitación digna, y en verano nos pagaban vacaciones en el Mar Negro”, recuerda Hao. Viendo cómo se vivía entonces en la URSS, el joven vietnamita soñaba con que, “algún día también nosotros podríamos vivir con holgura y comprarnos un “zhigulí”, la versión local del SEAT 124, que disfrutaban algunos profesores en Rostov. Lo que no podían imaginarse es que las cosas fueran tan rápidas; en la URSS para abajo, en Vietnam para arriba. Diez años después, Hao y sus compañeros decidieron invitar a Vietnam al profesor Leontiev, uno de aquellos entregados maestros soviéticos de la Universidad de Rostov. Reunieron el dinero para el billete entre todos y fletaron un coche para que el ruso recorriera el Vietnam que resurgía de sus cenizas.
Eran los peores años del yeltsinismo en Rusia, la URSS ya no existía y las universidades y la ciencia habían sido abandonadas por completo por la banda de incompetentes y ladrones que gobernaba el país. En términos reales, ya se vivía mejor en Hanoi que en Moscú. Al despedirse de sus agradecidos discípulos para regresar a Rusia, estos vieron que el profesor se llevaba en la maleta una barra de pan y un gran trozo de pescado seco. “Es por si acaso...”, les dijo Leontiev sonriendo. Seis años después, el semanario moscovita “Nóvaya Gazeta”, publicaba un reportaje que causó cierto estupor en Moscú. “Tarea prioritaria de las autoridades rusas; Alcanzar y superar a Vietnam” (“Dognat i peregnat Vietnam”), se titulaba. El antetítulo explicaba el contenido: “Cómo y porqué los vietnamitas ya viven mejor que nosotros”.
Como “estado totalitario”, Vietnam no ha sido un monstruo mayor. La represión apareció con la colectivización agraria y la división del país en dos. Hubo fusilamientos, de los que no gusta hablar hoy, pero ya antes de la desestalinización en la URSS, en 1954-1955, la colectivización quedó en nada. A partir de entonces a los oponentes se les aisló, pero no se les fusiló.
En los sesenta el escritor Nguyen Toan no gustaba al régimen, porque no se mordía la lengua. Había convivido con Ho Chi Minh como revolucionario y su biografía le protegía. No podían meterse con él, pero estaba mal visto y vivía relegado, medio marginado, en el campo. En los diarios y radios de Saigón se comenzó a decir que el mordaz escritor estaba encarcelado, allá en el norte, así que un día lo fueron a buscar y le llevaron a la radio de Hanoi para que lo desmintiera. El escritor tomó el micrófono y se dirigió al país entero: “Parece que los plumíferos de Saigón, lacayos del imperialismo, con su habitual espíritu rastrero y mentiroso, dicen que estoy en la cárcel. No es cierto, camaradas, la verdad es que... aun no me han detenido!”. Y no fue detenido. Nadie como el propio Ho Chi Minh ilustra ese talante vietnamita.
Ho Chi Minh (1890-1969) quiere decir “el que ilumina”. Hasta 1945 se le conocía como Nguyen Ai Quoc, “Nguyen, el patriota”, aunque su nombre real fuera Nguyen Tat Thanh. Es el padre de la moderna nación vietnamita, aunque sus compatriotas no le tratan de padre, sino de tío; el “tío Ho”. A la vez familiar y respetuoso.
Fundador del partido, padre de la independencia y presidente del país, principal estratega y símbolo nacional..., lo extraordinario de su figura es que no hay en ella el más mínimo rasgo de emperador. Su autoridad en el partido fue moral y nunca indiscutible. Sus compañeros de la dirección le dejaron en minoría muchas veces, e ironizaron sobre sus puntos de vista. Ho Chi Minh no se parece a Stalin, Zar y verdugo de una revolución, ni a Mao, que fue, ciertamente el emperador de la revolución china. La personalidad de Ho Chi Minh incorpora aspectos de Lenin (revolucionario, fundador de un nuevo estado), pero también de la conciliadora y ascética bondad de Gandhi. Entre los revolucionarios comunistas victoriosos de Eurasia, su figura y talante, simplemente, no tienen análogos.
Hijo de un maestro nacionalista, Ho fue miembro fundador del Partido Comunista francés en 1920, creador de la organización más eficaz en la lucha contra los franceses, luego transformada en el Partido Comunista de Indochina. Estuvo dos años encarcelado por los británicos en Hong Kong, al salir de la cárcel se fue a la URSS, donde estuvo hasta 1938. Aquel año marchó a China, donde pasó una temporada en el cuartel general comunista de Mao en Yennan.
Como para la mayoría de los dirigentes del mundo en desarrollo de principios del siglo XX, el comunismo era visto por Ho Chi Minh como la ideología más moderna para realizar objetivos de modernización, independencia y desarrollo. En 1945, en conversación con un funcionario de los servicios secretos estadounidenses, lo explicó así:
“Lograr la independencia de una potencia como Francia es una tarea formidable, imposible de realizar sin ayuda externa. Para vencer es necesario organización, propaganda, disciplina y formación. También son necesarias toda una serie de creencias, una doctrina, un análisis práctico, una Biblia, podríamos decir. El marxismo-leninismo me dio todo eso”.
En 1945, aprovechando la derrota japonesa y el vacío de poder francés en la región, proclamó la República Democrática de Vietnam y lideró la lucha armada de ocho años con los franceses, hasta que la Conferencia de Ginebra de 1954, tras el descalabro francés de Dien Bien Phu, aquella misma primavera, estableció la paz sobre la separación de dos estados vietnamitas. La división del país fue aceptada por los comunistas por razones tácticas.
Ho Chi Minh logró mantener la independencia del Partido Comunista vietnamita en el pleito chino-soviético, algo muy complicado teniendo en cuenta que el país dependía vitalmente de ambas potencias y que no podía permitirse el lujo de pelearse con ellas. En los sesenta, hizo todo lo que pudo para evitar el cisma, y siempre pregonó la unidad del “movimiento comunista internacional”. También logró evitar las luchas irreconciliables entre facciones dentro del partido.
En diciembre de 1963, en vísperas de la intervención estadounidense, durante el noveno pleno del tercer congreso del Partido Comunista de Vietnam, su autoridad personal atravesaba horas bajas. Consciente de la importancia del favor de la URSS, Ho se quedó en minoría ante el fervor prochino en el partido. Mao apoyaba entonces la voluntad de los comunistas del norte de atacar al sur y reunificar rápidamente el país. La URSS se oponía a un ataque, por temor a provocar la intervención estadounidense. Los debates, cada vez más antisoviéticos del pleno, eran un claro error político, si se quería vencer en cualquier guerra contra Estados Unidos, porque la URSS era la única potencia capaz de suministrar las armas y el apoyo necesarios para sostener el embate militar que se le venía encima a Vietnam. Ho no intervino, aunque todos conocían su opinión. En el momento más airado del debate, se levantó, junto con el General Giap, y salió de la sala tranquilamente a fumar un cigarrillo. Antes, en noviembre de 1960, durante el XXII Congreso del PCUS en Moscú, la delegación vietnamita mantuvo el equilibrio de forma sutil. Zhu Enlai había abandonado la sesión, airado por las críticas de Jrushov, y regresó a Pekín dando un portazo. Los vietnamitas afirmaron su independencia abandonando también Moscú... para realizar una visita de cortesía a las regiones occidentales de la URSS.
Ho Chi Minh vivió de forma sencilla y murió en 1969, en plena guerra, a los 79 años de edad. En su testamento, cuya primera redacción data de cinco años antes de su muerte, dejó instrucciones para ser incinerado y enterrado en una montaña. Consciente de que su tumba atraería multitudes, estableció que sería bueno que cada visitante plantara un árbol, de tal forma, que, “con el tiempo se formará un bosque que embellecerá el paisaje y beneficiará a la agricultura”.
“Cuando muera, hay que evitar que se organicen grandes funerales para no despilfarrar el dinero y el tiempo de la gente”, dijo, pero no se le hizo mucho caso. Como ocurrió con Lenin, sus sucesores prefirieron embalsamarlo y hoy su cuerpo continua exhibido en Hanoi.
El testamento de Ho comienza con una irónica justificación de su gesto testamentario, apoyado en una cita de Du Fu, el más confucionista de los grandes poetas chinos de la dinastía Tang, que en el siglo VIII constataba que “desde siempre son raras las personas que alcanzan los setenta años”. “Este año” –dice Ho- “voy a cumplir los 75, así que ya formo parte de los raros”. Su mensaje central avisaba de las dificultades por venir y transmitía su voluntad por un futuro mejor ineludible.
“La resistencia a la agresión americana aun durará varios años y costará muchos sacrificios en vidas y bienes, pero, sea como sea, debemos estar resueltos a combatir hasta la victoria total; nuestros ríos, nuestras montañas y nuestros hombres permanecerán, con el yankee vencido, construiremos un país diez veces más bello!” (...), “nuestro país tendrá el gran honor de ser una pequeña nación que venció a dos grandes imperialismos en un combate heroico, y aportó una digna contribución al movimiento de liberación nacional”.
En el aula “Cervantes” de la Universidad de Hanoi, pregunto a los estudiantes de español cuál es la principal diferencia entre su generación y la de sus padres. “La libertad”, responde una chica, entre el asentimiento de sus compañeros.
Vietnam es un país de gran libertad. Contemplando las calles de Hanoi, con su tremendo tráfico rodado de motocicletas, se diría que esta sociedad funciona sola. A los policías no se les hace el menor caso. Sus señales para que un conductor se detenga son ignoradas olímpicamente. Si la libertad es ausencia de normas y reglamentos, Vietnam es de los países más libres del mundo. La sociedad funciona sola porque tiene una enorme reserva de salud moral. Su gente es responsable. La “seguridad ciudadana” apenas existe como problema.
Los derechos de expresión e información a la occidental están restringidos, pero en clara expansión. Desde 1992 el concepto “derechos humanos” está incluido en la Constitución. Como constata un corresponsal europeo en Hanoi, “esas cosas no son problemas reales, puesto que la población común no percibe su carencia o defecto”. La Asamblea Nacional está adquiriendo mayores competencias. Desde 1999, los jefes de poblado se eligen de forma directa. Como en China, la pena de muerte -aparentemente aplicada, sobre todo, en casos de narcotráfico-, está sometida a debate.
Las cárceles están muy poco pobladas, casi vacías, y en la lista de presos de conciencia manejada por la Unión Europea sólo hay 22 nombres –de los que siete cumplen penas leves-, casi todos relacionados a determinadas actividades religiosas o de minorías étnicas (13,7% de la población total), algunas de las cuales están vinculadas a instituciones estadounidenses frontalmente opuestas al régimen, como la “Montagnard Foundation”. Como suele ocurrir, la publicística occidental dedica una atención preferente a la represión religiosa y los abusos contra las minorías étnicas, problemas reales y a la vez sobredimensionados. Un informe de los jefes de misión de la Unión Europea sobre tortura divulgado en el 2003 citaba algunos casos aislados, pero, concluía, ni está extendida ni es sistemática en Vietnam.
Otro aspecto remarcable es que, siendo, como China, fábrica global, gracias a su barata mano de obra, a la formalidad de sus trabajadores, y al clima general de estabilidad política, en Vietnam, la huelga y la creación de sindicatos son derechos reconocidos. Los trabajadores están menos explotados que en China y hay bastantes huelgas. La mayoría son técnicamente ilegales, pero eso no impide que la Confederación General del Trabajo de Vietnam tienda a apoyarlas. La prensa informa de esas huelgas y el estado tiene una “inclinación laborista”, lo que explica la afirmación de un experto occidental de que, “la actitud ante los derechos laborales viene respaldada por un sistema de arbitraje y un poder judicial comprensivos hacia las demandas de los trabajadores”. El gobierno vietnamita contempla el papel de los cuadros del Partido Comunista en los sindicatos como defensores de los trabajadores ante los excesos de su propia política de mercado. Los empresarios taiwaneses, particularmente explotadores en la región, donde dominan, entre otras, la industria del calzado, declaran abiertamente que para ellos es mucho más fácil trabajar en China que en Vietnam.
La máxima dirección política vietnamita está representada por un triunvirato formado por el secretario general del partido, Nong Duc Manh, de quien se rumorea que es hijo natural de Ho Chi Minh (se sabe que su madre fue asistenta del líder nacional), el primer ministro y el Presidente del estado. Sus prioridades son: el desarrollo, la seguridad y la unidad nacional. La mentalidad dominante es que los derechos e intereses generales, definidos y salvaguardados por el partido único, tienen siempre prioridad sobre los derechos individuales. ¿Qué derecho tiene el partido a gobernar? Pues su legitimidad es bastante sólida; reposa sobre el hecho de que desde 1945 ha sido el artífice de la independencia y el conductor en la victoria en tres guerras, una de ellas de carácter exterminador. Cuando esa legitimidad se agote, es probable que los vietnamitas se inventen algo diferente, tomando de aquí y de allá, y pensando con su propia cabeza, como siempre han hecho.
¿Cuánto durará esa reserva de salud moral de la que la sociedad vietnamita es excedentaria? Las cosas están cambiando muy rápido en el país. La combinación de más desarrollo, menos control social e ideología, y más individualismo, arroja la pregunta de a dónde se dirige el país y en nombre de qué valores debe sostenerse todo.
El patriarcalismo, la obediencia debida a los padres y autoridades, sufre significativos cambios. La transformación de la familia y la educación, con sucesivas y polémicas reformas educacionales, intenta seguir el ritmo del cambio generacional. El respeto a los padres, no significa obediencia.
“Mi hijo de dieciséis años es mucho más diferente que lo que yo fui respecto a mis padres”, dice un profesor nacido en la segunda mitad de los cincuenta. Al mismo tiempo, hay una continuidad de valores; “antes los padres arreglaban los matrimonios, hoy los hijos consideran que es bueno, no obligatorio, tener el consentimiento de los padres para el matrimonio”. “Queremos niños respetuosos, pero también críticos y autónomos”, dice.
Como en China, el pago de las tasas escolares supone grandes esfuerzos para los pobres, pero las familias lo sacrifican todo a la educación y formación de sus hijos. Todo puede ser sacrificado, el futuro tiene prioridad. La situación con la enseñanza no es satisfactoria, pero hay escuelas en cada pueblo. “Los vietnamitas no debemos tener complejos a ese respecto”, dice el profesor, que ha visitado India, Bangla Desh y Nepal.
La corrupción es más de pequeña escala que de altos vuelos, asegura un empresario extranjero, afincado en Hanoi desde hace 15 años. Y hay lucha contra ella. Hace unos años todo el comité de autoridades de Phu Qoc fue purgado al completo. En 2003 dos miembros del comité central fueron purgados por corrupción, y en 2004 fueron destituidos el ministro de agricultura y el viceministro de comercio por el mismo motivo. Pregunto al empresario por qué se estableció en Vietnam. “Aquí la gente es buena”, responde. Y suena convincente.

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