26-11-2009
Vicenç Navarro
El Plural
Creo conocer bien EEUU, por haber vivido en aquel país durante más de cuarenta años. Y me preocupa enormemente la cobertura informativa de aquel país por parte de los medios de mayor difusión en España. En tales medios existen graves problemas de interpretación, basados en un conocimiento limitado de aquel país y en una idealización del sistema democrático estadounidense.
En el reportaje sobre la reforma sanitaria en EEUU, Antonio Caño (corresponsal en Washington del diario de mayor difusión de España, El País) que ha definido el sistema democrático estadounidense como muy dinámico (01.11.09), atribuye la falta de reforma sanitaria durante todos estos años en EEUU a “la animadversión congénita del pueblo estadounidense al Estado”, ignorando que, encuesta tras encuesta (la última, el 15 de noviembre, en CBS. Gallup Poll), muestra que la gran mayoría de la ciudadanía (68%) desea que el gobierno federal establezca un aseguramiento público en el que el estado reciba los fondos y contrate la asistencia sanitaria con los proveedores de los servicios médicos.
Es más, Medicare, el programa de aseguramiento público para los ancianos es, junto con la Seguridad Social, el programa de aseguramiento más popular de EE.UU., mucho más popular que el aseguramiento privado. Es más, cuando el Presidente Bush ofreció a los ancianos la posibilidad de cambiarse a compañías privadas de aseguramiento, la mayoría escogió permanecer en el sector público. Tales datos niegan la “animadversión congénita” de la que habla Caño.
En cuanto al supuesto “dinamismo” que Caño atribuye al sistema político, se olvida que han tenido que pasar setenta y seis años para que el Congreso de EEUU aprobara el establecimiento de un programa universal de salud, que dista mucho de ser comparable a los programas de cobertura universal existentes en la mayoría de países de la Unión Europea.
Fue en el año 1933 cuando el Congresista Dingell, del Estado de Michigan, introdujo la primera propuesta de ley para la universalización de la sanidad estadounidense. Su hijo, John Dingell junior, también del estado de Michigan, fue el que introdujo la propuesta de Ley el pasado 7 de noviembre que, por fin, fue aprobado por el Congreso. Considerando el tiempo que tardó en establecerse esta ley –repito, setenta y seis años-, hablar de dinamismo, refleja una excesiva hipérbole en el uso de este término.
Igualmente exagerado es el reportaje que se está haciendo en los medios de información de mayor difusión en España sobre la supuesta universalización de la sanidad aprobada en la Cámara Baja del Congreso. Universalizar en tal reforma quiere decir que todo el mundo tiene que asegurarse y contratar una póliza de seguros sanitarios, de la misma manera que cualquier persona que tenga un coche tiene que tener una póliza de seguro del automóvil.
Esta obligatoriedad de aseguramiento implica la mayor extensión del aseguramiento privado que se conozca en la historia de cualquier país. Se ha calculado que ello supondrá un aumento de 25 millones de nuevas pólizas a las compañías de seguro, que significarán unos nuevos ingresos a tales compañías de 70.000 millones de dólares. El estado subvencionará las pólizas para las personas y familias que no alcancen cierto nivel de renta. El precio de tales pólizas, sin embargo, permanecerán sin ser reguladas. Los fondos para pagar tales subsidios procederán primordialmente de un impuesto sobre la renta de las personas que ganen más de medio millón de dólares.
La otra fuente de ingresos procederá del mejoramiento de la eficiencia de los programas públicos Medicare y Medicaid (programa de atención a los pobres), medidas impopulares entre los beneficiarios de tales programas pues temen que estos “incrementos de la eficiencia” supongan una reducción de sus beneficios. Se calcula que tales “eficiencias” producirán 500.000 millones de dólares en diez años.
Según la Ley, el gobierno prohibirá que las compañías de seguros nieguen el aseguramiento (como ocurre ahora) a las personas con enfermedades crónicas, prohibiciones a las cuales las compañías aseguradoras se oponen. Ahora bien, el componente al cual estas compañías aseguradoras (que gestionan la mayoría de fondos sanitarios) se oponen más es a la aprobación por parte del Congreso de la opción pública, es decir, del establecimiento de una aseguradora pública –como Medicare-, pues temen perder grandes cotas de mercado. El aseguramiento público en EEUU ha mostrado poder ofrecer mayor y mejor cobertura sanitaria a menor coste que el aseguramiento privado.
Esta oposición a la opción pública se acentuará en el Senado, donde las compañías de seguro tienen mayor influencia (y muy en particular en el Comité de Finanzas, que es un comité clave en la aprobación de la Ley).
Según el centro Public Citizen (que publica los datos más detallados de la financiación del Congreso de EEUU), sólo en los primeros seis meses de este año 2009, las compañías de seguro han pagado más de 13 millones de dólares a los 23 miembros del Comité de Finanzas del Senado.
Es más, según Public Citizen, 28 profesionales de los lobbies de tales compañías de aseguramiento sanitario privado habían sido, antes de ser lobistas, empleados del Comité de Finanzas del Senado y de su Presidente.
Este entramado de influencias, con enormes cantidades de dinero transferidas de las compañías a los políticos, hacen dificilísimo que puedan aprobarse leyes que permitan responder a los deseos de la población, viciando enormemente la democracia estadounidense.
Ni que decir tiene que EEUU no es una dictadura. Pero el sistema democrático es tan sesgado en favor de los poderes fácticos empresariales y financieros que los cambios ampliamente deseados por las clases populares (como son la reforma sanitaria) se tergiversan, limitando enormemente su impacto reformador.
No es la animadversión congénita del pueblo norteamericano al Estado, sino la excesiva influencia de la clase empresarial y sus componentes, como las compañías de seguro, los que impiden una mayor reforma sanitaria. El esplendido inicio de la Constitución estadounidense “Nosotros el pueblo decidimos…” debiera tener una nota de pie de página que dijera “y las grandes empresas (que incluyen las compañías de seguros privadas) decidimos…”
La relevancia para España
Una última observación. Es comprensible que las derechas en España (siempre fieles representantes de los intereses del mundo empresarial y financiero) quieran permitir las contribuciones monetarias por parte de individuos y empresas a las campañas electorales de los partidos políticos. Saben que el mundo empresarial y las renta superiores siempre les favorecerán, dándoles ventajas en la competitividad política. Pero es muy preocupante e incoherente que voces de autores que se consideran progresistas estén apoyando la existencia de tales contribuciones que corrompen y limitan la democracia, pues discrimina automáticamente a las clases populars que tienen menos medios para aportar tales contribuciones.
Referirse, como varios autores han hecho recientemente, a las aportaciones individuales a la campaña de Obama como ejemplo de que la movilización popular puede neutralizar otras fuentes de ingreso a los políticos, es ignorar hechos tan básicos como:
1) las aportaciones del mundo empresarial a Obama fueron mucho más abundantes que las individuales. Estas últimas representaron (según Public Citizen, el Instituto de análisis de la financiación de las campañas electorales) menos de un 28% de todas las contribuciones recibidas en la campaña Obama; y
2) la gran mayoría de las contribuciones individuales procedieron de individuos del 30% de renta superior del país.
El claro sesgo, por clase social, refleja el enorme poder que los grupos empresariales y las rentas altas tienen en el proceso electoral estadounidense financiado predominantemente con fondos públicos, sesgo que discrimina claramente a las izquierdas. Una de las causas de que las izquierdas sean débiles en EEUU se debe precisamente a esta privatización del proceso electoral ¿Es esto lo que se quiere para España?
El autor es Catedrático de Políticas Públicas. Universidad Pompeu Fabra, y Profesor de Public Policy. The Johns Hopkins University
(http://www.vnavarro.org/)
Vicenç Navarro
El Plural
Creo conocer bien EEUU, por haber vivido en aquel país durante más de cuarenta años. Y me preocupa enormemente la cobertura informativa de aquel país por parte de los medios de mayor difusión en España. En tales medios existen graves problemas de interpretación, basados en un conocimiento limitado de aquel país y en una idealización del sistema democrático estadounidense.
En el reportaje sobre la reforma sanitaria en EEUU, Antonio Caño (corresponsal en Washington del diario de mayor difusión de España, El País) que ha definido el sistema democrático estadounidense como muy dinámico (01.11.09), atribuye la falta de reforma sanitaria durante todos estos años en EEUU a “la animadversión congénita del pueblo estadounidense al Estado”, ignorando que, encuesta tras encuesta (la última, el 15 de noviembre, en CBS. Gallup Poll), muestra que la gran mayoría de la ciudadanía (68%) desea que el gobierno federal establezca un aseguramiento público en el que el estado reciba los fondos y contrate la asistencia sanitaria con los proveedores de los servicios médicos.
Es más, Medicare, el programa de aseguramiento público para los ancianos es, junto con la Seguridad Social, el programa de aseguramiento más popular de EE.UU., mucho más popular que el aseguramiento privado. Es más, cuando el Presidente Bush ofreció a los ancianos la posibilidad de cambiarse a compañías privadas de aseguramiento, la mayoría escogió permanecer en el sector público. Tales datos niegan la “animadversión congénita” de la que habla Caño.
En cuanto al supuesto “dinamismo” que Caño atribuye al sistema político, se olvida que han tenido que pasar setenta y seis años para que el Congreso de EEUU aprobara el establecimiento de un programa universal de salud, que dista mucho de ser comparable a los programas de cobertura universal existentes en la mayoría de países de la Unión Europea.
Fue en el año 1933 cuando el Congresista Dingell, del Estado de Michigan, introdujo la primera propuesta de ley para la universalización de la sanidad estadounidense. Su hijo, John Dingell junior, también del estado de Michigan, fue el que introdujo la propuesta de Ley el pasado 7 de noviembre que, por fin, fue aprobado por el Congreso. Considerando el tiempo que tardó en establecerse esta ley –repito, setenta y seis años-, hablar de dinamismo, refleja una excesiva hipérbole en el uso de este término.
Igualmente exagerado es el reportaje que se está haciendo en los medios de información de mayor difusión en España sobre la supuesta universalización de la sanidad aprobada en la Cámara Baja del Congreso. Universalizar en tal reforma quiere decir que todo el mundo tiene que asegurarse y contratar una póliza de seguros sanitarios, de la misma manera que cualquier persona que tenga un coche tiene que tener una póliza de seguro del automóvil.
Esta obligatoriedad de aseguramiento implica la mayor extensión del aseguramiento privado que se conozca en la historia de cualquier país. Se ha calculado que ello supondrá un aumento de 25 millones de nuevas pólizas a las compañías de seguro, que significarán unos nuevos ingresos a tales compañías de 70.000 millones de dólares. El estado subvencionará las pólizas para las personas y familias que no alcancen cierto nivel de renta. El precio de tales pólizas, sin embargo, permanecerán sin ser reguladas. Los fondos para pagar tales subsidios procederán primordialmente de un impuesto sobre la renta de las personas que ganen más de medio millón de dólares.
La otra fuente de ingresos procederá del mejoramiento de la eficiencia de los programas públicos Medicare y Medicaid (programa de atención a los pobres), medidas impopulares entre los beneficiarios de tales programas pues temen que estos “incrementos de la eficiencia” supongan una reducción de sus beneficios. Se calcula que tales “eficiencias” producirán 500.000 millones de dólares en diez años.
Según la Ley, el gobierno prohibirá que las compañías de seguros nieguen el aseguramiento (como ocurre ahora) a las personas con enfermedades crónicas, prohibiciones a las cuales las compañías aseguradoras se oponen. Ahora bien, el componente al cual estas compañías aseguradoras (que gestionan la mayoría de fondos sanitarios) se oponen más es a la aprobación por parte del Congreso de la opción pública, es decir, del establecimiento de una aseguradora pública –como Medicare-, pues temen perder grandes cotas de mercado. El aseguramiento público en EEUU ha mostrado poder ofrecer mayor y mejor cobertura sanitaria a menor coste que el aseguramiento privado.
Esta oposición a la opción pública se acentuará en el Senado, donde las compañías de seguro tienen mayor influencia (y muy en particular en el Comité de Finanzas, que es un comité clave en la aprobación de la Ley).
Según el centro Public Citizen (que publica los datos más detallados de la financiación del Congreso de EEUU), sólo en los primeros seis meses de este año 2009, las compañías de seguro han pagado más de 13 millones de dólares a los 23 miembros del Comité de Finanzas del Senado.
Es más, según Public Citizen, 28 profesionales de los lobbies de tales compañías de aseguramiento sanitario privado habían sido, antes de ser lobistas, empleados del Comité de Finanzas del Senado y de su Presidente.
Este entramado de influencias, con enormes cantidades de dinero transferidas de las compañías a los políticos, hacen dificilísimo que puedan aprobarse leyes que permitan responder a los deseos de la población, viciando enormemente la democracia estadounidense.
Ni que decir tiene que EEUU no es una dictadura. Pero el sistema democrático es tan sesgado en favor de los poderes fácticos empresariales y financieros que los cambios ampliamente deseados por las clases populares (como son la reforma sanitaria) se tergiversan, limitando enormemente su impacto reformador.
No es la animadversión congénita del pueblo norteamericano al Estado, sino la excesiva influencia de la clase empresarial y sus componentes, como las compañías de seguro, los que impiden una mayor reforma sanitaria. El esplendido inicio de la Constitución estadounidense “Nosotros el pueblo decidimos…” debiera tener una nota de pie de página que dijera “y las grandes empresas (que incluyen las compañías de seguros privadas) decidimos…”
La relevancia para España
Una última observación. Es comprensible que las derechas en España (siempre fieles representantes de los intereses del mundo empresarial y financiero) quieran permitir las contribuciones monetarias por parte de individuos y empresas a las campañas electorales de los partidos políticos. Saben que el mundo empresarial y las renta superiores siempre les favorecerán, dándoles ventajas en la competitividad política. Pero es muy preocupante e incoherente que voces de autores que se consideran progresistas estén apoyando la existencia de tales contribuciones que corrompen y limitan la democracia, pues discrimina automáticamente a las clases populars que tienen menos medios para aportar tales contribuciones.
Referirse, como varios autores han hecho recientemente, a las aportaciones individuales a la campaña de Obama como ejemplo de que la movilización popular puede neutralizar otras fuentes de ingreso a los políticos, es ignorar hechos tan básicos como:
1) las aportaciones del mundo empresarial a Obama fueron mucho más abundantes que las individuales. Estas últimas representaron (según Public Citizen, el Instituto de análisis de la financiación de las campañas electorales) menos de un 28% de todas las contribuciones recibidas en la campaña Obama; y
2) la gran mayoría de las contribuciones individuales procedieron de individuos del 30% de renta superior del país.
El claro sesgo, por clase social, refleja el enorme poder que los grupos empresariales y las rentas altas tienen en el proceso electoral estadounidense financiado predominantemente con fondos públicos, sesgo que discrimina claramente a las izquierdas. Una de las causas de que las izquierdas sean débiles en EEUU se debe precisamente a esta privatización del proceso electoral ¿Es esto lo que se quiere para España?
El autor es Catedrático de Políticas Públicas. Universidad Pompeu Fabra, y Profesor de Public Policy. The Johns Hopkins University
(http://www.vnavarro.org/)
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