sábado, 11 de abril de 2009

¿Podrá Estados Unidos recuperar su hegemonía?


Alfredo Toro Hardy
Rebelión
11-04-2009


Obama: ¿hegemonía o declive?
(Ultimo capítulo del artículo, muy extenso e interesante, que se puede ver completo en: http://www.rebelion.org/noticia.php?id=83600)

El viaje de Obama a Europa representa un viraje de 360 grados en relación a lo anterior. En las cumbres del G-20 y de la OTAN, Estados Unidos volvió de manera manifiesta al multilateralismo cooperativo, dejando de lado todo trazo de arrogancia. En mensaje y estilo el nuevo inquilino de la Casa Blanca está sentando las bases para un reencuentro con el viejo cauce hegemónico. Ello entra en consonancia, por lo demás, con la aproximación de la Administración Obama a la mayoría de los grandes temas internacionales del momento.
La gran pregunta a formularse es evidente: ¿Será aún posible para Estados Unidos recuperar su antigua hegemonía? Desde luego que si alguien puede lograrlo es precisamente Obama. A corto plazo, por lo demás, la crisis económica global actúa como factor reforzamiento del liderazgo de Estados Unidos, en la medida en que la suerte económica del mundo está atada a la de ese país.
No obstante, hay varias consideraciones a tener en cuenta. En primer lugar, la erosión de buena voluntad internacional causada por ocho años de Administración Bush no es nada despreciable ni fácilmente reversible. Fuerzas contestatarias al poder estadounidense emergieron y se consolidaron en diversas partes del globo. En segundo lugar, el mundo se dio cuenta de que el garrote que acompañó siempre a la zanahoria hegemónica norteamericana, resultó poco operativo aún cuando se lo utilizó directamente. No hay que olvidar, en este sentido, que lo que hace eficiente al poder suave es la convicción de que éste se encuentra respaldado por el poder duro y que la falta de credibilidad en el uno acarrea el desgaste del otro. En tercer lugar, los esfuerzos por sacar a Estados Unidos de la crisis económica pueden dejar al país lo suficientemente hipotecado, como para cercenar sus posibilidades de seguir siendo la potencia económicamente dominante.
De las tres consideraciones anteriores la tercera es, sin duda, la más relevante y la que merece mayor explicación. Contener el avance de la crisis financiera y revertir la contracción de la inversión y del consumo que hoy vive Estados Unidos, sólo puede lograrse agravando otros de sus males: su déficit público y su deuda externa.
Tal como refería el profesor Fred Bergsten, en un testimonio ante el Comité Presupuestario del Senado de los Estados Unidos en febrero del 2007, y como lo señala Wiklipedia en el tema “Estados Unidos y Deuda Pública”, para septiembre de 2008 la deuda pública norteamericana alcanzó a los 9,7 millones de millones de dólares. Ello, según dichas fuentes, era la resultante de una deuda que desde 2003 ha venido incrementándose en 500 millardos de dólares anuales. Dentro de ese monto global la deuda externa era, para finales de 2005, de 2,7 millones de millones de dólares.
Desde luego, más allá de lo preocupante que resulta para cualquier economía gastar mucho más de lo que produce y financiar la diferencia por vía de deuda, lo realmente importante es quienes son los acreedores. Cuando éstos son domésticos la situación es controlable, cuando los acreedores son externos lo es ya mucho menos. En palabras de David Levey y Stuart Brown: “Una súbita falta de disposición por parte de los inversores extranjeros de continuar añadiendo activos en dólares, a su ya larga cuenta de activos en esa denominación, desencadenaría un pánico que lanzaría por la estratosfera las tasas de interés y haría caer en una grave crisis a la economía estadounidense” (“The Overstretch Myth”, Foreign Affairs, marzo/abril 2005).
Más contundente aún resulta el historiador británico Niall Ferguson, quien ya en 2005 señalaba: “Estados Unidos ha pasado a depender crecientemente de los prestamos extranjeros. En la medida en que el déficit en cuenta corriente ha seguido expandiéndose (actualmente se acerca al 6 por ciento del PIB), el pasivo externo neto de Estados Unidos ha alcanzado alrededor del 25 por ciento de su PIB. La mitad de la deuda federal del país se encuentra actualmente en manos extranjeras...El economista de Harvard, Richard Cooper, ve la situación de la siguiente manera. Asumiendo que la economía estadounidense tenga una tasa de crecimiento de 5 por ciento por año, él argumenta que un déficit en cuenta corriente de 500 millardos por año se traducirá luego de 15 años en un pasivo externo del 46 por ciento del PIB” (“Sinking Globalization”, Foreign Affairs, marzo/abril, 2005).
De más está recordar que China, el mayor rival estratégico de Estados Unidos, es el principal acreedor externo de este país con alrededor de 600 millardos de dólares en acreencia. Dentro de este contexto, la deuda externa norteamericana no sólo se inserta dentro de aquello que Paul Kennedy calificó como “sobredimensionamiento imperial”, sino que es algo desafía al más elemental sentido común.
Estados Unidos no dispone de la capacidad necesaria para hacer frente al paquete de rescate a su economía sin una hipoteca mayúscula de la misma. Los 700 millardos de dólares asignados por el Congreso todavía bajo Bush, más los gigantescos recursos comprometidos a través de la ley de “Recuperación de América y Ley de Reinversión”, aprobada por el 111 Congreso de Estados Unidos y firmado por el Presidente Obama el 17 de febrero pasado, deberán salir mayoritariamente por vía de déficit público y de deuda externa. El descomunal esfuerzo emprendido para emerger de la crisis actual sentará las bases para otra seria crisis. Ello equivale a agravar la situación del hígado para salvar al pulmón. La primera gran víctima de este proceso sería naturalmente la fortaleza y la credibilidad del dólar y por extensión el liderazgo económico norteamericano.
Así las cosas, la crisis de la hegemonía norteamericana, iniciada por la concepción arcaica del poder que caracterizó a la Administración Bush, puede terminar consolidándose por vía de la inescapable y superlativa hipoteca de su economía.
Es probable que Washington deba acostumbrarse a convivir en medio de los balances de poder y los imperativos de la multipolaridad. Precisamente las reglas de juego que rigieron al mundo antes de la Segunda Guerra Mundial, cuando Estados Unidos constituía uno de los ocho grandes poderes del planeta. Luego de su exitosa hegemonía, de su fracasado imperio y de su intento actual por retomar su hegemonía, es muy posible que Estados Unidos deba compartir su poder con la Unión Europea, China y algunos otros actores internacionales. De ser así, Obama dejaría de ser el hombre que pudo devolverle al país su hegemonía, para transformarse en el que lo condujo sin traumas hacia su inevitable declive. A fin de cuentas, pocos líderes se encuentran tan bien dotados para manejarse sin mayores sobresaltos dentro de la delgada línea que en estos momentos separa a lo uno de lo otro.

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