sábado, 17 de abril de 2010

La Audiencia Nacional se delata en Euskal Herria y el Estado español se retrata en el mundo


En una charla ofrecida en Iruñea en enero de 2006, un juez de la Audiencia Nacional definió de modo muy nítido cuál es el papel de esta instancia. Un papel que va más allá del que corresponde a un tribunal, por muy especial que sea, en cualquier estado que se define como democrático y en el que, por tanto, las decisiones deberían ser tomadas por las instituciones elegidas por los ciudadanos.

«Como órgano especializado, arriesgamos y anticipamos la necesidad de reformas legislativas -confesó-. A veces nos parece que una ley tiene que cambiar; entonces, se abre esta opción con una sentencia y se hace que decida el Tribunal Supremo por la vía del recurso. Y a veces se revocan nuestras sentencias, pero se nos admite que eso se hace sólo porque `con la ley actual no se puede', y automáticamente ésta se reforma».

Aquel juez detalló que así habían procedido, por ejemplo, para ilegalizar a Batasuna: «Todo el mundo decía que no había opción de actuar ahí, pero encontramos el artículo 129 del Código Penal, hicimos una interpretación inexistente hasta entonces, y la suspendimos. Fue una solución práctica». A base de decisiones judiciales similares -ni siquiera sentencias firmes, sino meros autos de instrucción-, la Audiencia Nacional, autoconvertida en ariete represivo del Estado, ha ido atropellando a todo tipo de colectivos sociales vascos, desde instituciones como Udalbiltza a organismos solidarios como el movimiento pro-amnistía o la Fundación Zumalabe, desde partidos y listas electorales a diarios como «Egin» y «Egunkaria»...

Han tenido que pasar doce años -desde las redadas de 1998- para que Euskal Herria, y el sentido común, logren una victoria en ese territorio judicial decididamente enemigo. Doce años para que un tribunal de la propia Audiencia Nacional admita que uno de esos macroprocesos fue un montaje de grandes dimensiones y terribles efectos, imputable lógicamente al juez de esa misma Audiencia Nacional que lo avaló, a la Guardia Civil que lo cocinó y al gobierno de turno que lo alentó. Por eso, la sentencia absolutoria de «Egunkaria» es una noticia importante. Por eso y porque el firmante se llama Javier Gómez Bermúdez, es presidente de la Sala de lo Penal de ese tribunal especial, y también la persona que en aquella charla de Iruñea reivindicó el papel de avanzadilla para la Audiencia Nacional.

La excepción y la norma

Quizás la conclusión más inesperada de la sentencia para muchos vascos haya sido la de apreciar que incluso una instancia tan marcada como la Audiencia Nacional puede hacer sentencias justas, aunque sea tan tarde, tan mal y de modo tan insuficiente. Afrontar el conflicto en otros parámetros no deja de ser una cuestión de voluntad. Cuando quiere, el Estado puede. De momento, sin embargo, el desenlace del caso «Egunkaria» queda como una mera excepción dentro de la norma, una norma que la Audiencia Nacional, la Guardia Civil y el gobierno de turno rápidamente se han apresurado a apuntalar con una nueva redada que mantiene a once ciudadanos vascos en los calabozos.

Poco han aprendido algunos del fallo de «Egunkaria». De nuevo la incomunicación ocultando incluso por qué han sido llevados al hospital varios detenidos, de nuevo las versiones oficiales amplificadas al máximo y la presunción de inocencia reducida a la nada, de nuevo agresiones que alcanzan incluso a abogados y registros sin las mínimas garantías legales. Ingredientes todos ellos que han hecho que el Estado español sea señalado con el dedo por múltiples instancias internacionales. Unas instancias que son conscientes de que los mecanismos represivos del franquismo nunca han dejado de estar vigentes en el Estado español. Y sobre todo en lo que respecta a Euskal Herria, porque es aquí donde se incomunica, donde se ilegaliza o donde se prohíben consultas, aunque sean sobre el TAV o una línea de alta tensión.

De aquellos polvos, estos lodos

En ese ámbito internacional, la eficaz maquinaria propagandística que durante muchos años ha vendido la «transición» como un proceso modélico y al rey español como su héroe hace aguas ahora. Todo el mundo ha podido ver cómo un juez español que ha perseguido leyes de punto final por todo el planeta no puede investigar la propia ley de punto final impuesta en su país para cientos de miles de crímenes. Cuando su dedo acusador apuntaba a otros continentes lejanos, las fosas estaban justo debajo de sus pies. Y, lógicamente, de aquellos polvos vinieron estos lodos; de aquella impunidad, estos atropellos; de aquel TOP, esta Audiencia Nacional; de aquella gran chapuza, estos déficits democráticos.

Más extraño resulta que la progresía española ponga la misma cara de pasmo ante una realidad que lleva 35 años ante sus ojos y nunca ha querido ver. El desconcierto se palpa en las diferentes reacciones del PSOE: mientras en Madrid disculpa la actuación del Tribunal Supremo contra Baltasar Garzón, en Euskal Herria anuncia mociones de apoyo al juez y de repulsa de la Falange. Como si éste fuera un problema de filias y fobias de magistrados concretos y no de un marco trampeado, que sólo empezará su transición cuando deje de encerrar a la ciudadanía de Euskal Herria o Catalunya.

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