jueves, 29 de abril de 2010

El pretexto climático 2/3: 1982-1996: La ecología de mercado


Margaret Thatcher aborda el desafío climático como una posibilidad para el Reino Unido de asumir el liderazgo científico a nivel mundial y de emprender una nueva revolución industrial (En la imagen, Margaret Thatcher en la apertura del Hadley Center, el 25 de mayo de 1990).

por Thierry Meyssan*
25 de abril de 2010

Durante los años 1980-90 se buscó disociar la ecología de las cuestiones de defensa para vincularla con los problemas económicos. En esta segunda parte de su estudio sobre la retórica ambientalista, Thierry Meyssan analiza cómo las transnacionales invirtieron la situación y pasaron de la posición de acusado a la de padrino de las asociaciones verdes.

Este artículo es la continuación de:
1. «1970-1982: La ecología de guerra»
1982: Nairobi, la segunda «Cumbre de la Tierra» y el liderazgo de Margaret Thatcher

Poco a poco el debate se desplaza del Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA) hacia el Fondo de Población de las Naciones Unidas (FPNU) en cuyo seno dará lugar a enfrentamientos entre Estados Unidos, por un lado, y, del otro lado, la Santa Sede e Irán sobre el tema de la moral sexual.
Dentro del bando capitalista, los neo-maltusianos pierden influencia ante los partidarios de la desregulación.
El presidente estadounidense Ronald Reagan trata con desdeño la segunda «Cumbre de la Tierra» (Nairobi, 1982), que pasa sin pena ni gloria. Ni siquiera se prevé la realización de una nueva conferencia.

Los demócratas estadounidenses toman las cosas con más seriedad.
James Gus Speth, ex consejero de Jimmy Carter para el medio ambiente, y Jessica Mathews, ex adjunta de Zbignew Brzezinski en el Consejo de Seguridad Nacional y administradora de la Rockefeller Foundation, fundan el World Resources Institute (WRI), un think tank ecologista que debe ejercer su influencia sobre el Banco Mundial.

Financiado por varias transnacionales, el WRI será el primer organismo de su tipo en dedicar grandes presupuestos al estudio político del clima.
El WRI cuestiona la capacidad de los Estados para enfrentar los desafíos vinculados al medio ambiente y milita por una administración global que, según asegura, no se ejercerá a través de la ONU sino a traves del mercado [capitalista] mundial.

Los tratados son inútiles. Las transnacionales serán quienes resuelvan los problemas y lo harán sólo cuando sea de interés para sus accionistas.
Después del fracaso de la conferencia de Nairobi, las Naciones Unidas reducen sus ambiciones y se conforman con negociar la Convención de Viena y el Protocolo de Montreal sobre la prohibición de los clorofluorocarbonos (CFCs), responsables del «hueco de la capa de ozono».

Para reactivar el debate que se la va de las manos, el secretario general de la ONU, el peruano Javier Pérez de Cuéllar, nombra una Comisión Mundial de Medio Ambiente y Desarrollo que tendrá como presidenta a la ministra de Estado noruega (o sea, primera ministra), la doctora Gro Harlem Brundtland, y a Jim MacNeill como secretario general. Este organismo, que cuenta entre sus miembros a Maurice Strong, entrega un informe pesimista y ambiguo titulado Nuestro futuro comun [1].
El texto es innovador dado que toma en cuenta las preocupaciones del Tercer Mundo.

En ese sentido menciona, por vez primera en un documento internacional, la noción de «desarrollo sostenido», posteriormente traducida como «desarrollo sostenible». El crecimiento industrial no es enemigo de la especie humana, pero es necesario regularlo para no hipotecar los derechos de las futuras generaciones.
Lo cual implica, claro está, que la actividad humana no debe destruir el medio ambiente. Pero también implica que la actividad humana no debe crear desigualdades que priven de futuro a los niños que nacen en los países pobres.
El problema del acceso a los recursos naturales y del manejo de dichos recursos escapa de las manos de los neo-maltusianos y adquiere una dimensión revolucionaria que no todo el mundo entiende de la misma manera.

Para los tercermundistas, los Estados tienen que adoptar leyes que garanticen el acceso de todos a los bienes comunes. Para los capitalistas (neo-liberales), por el contrario, los Estados deben desregular [o sea, eliminar leyes] para garantizar el acceso de las transnacionales [a los bienes comunes].
Esta doble lectura suscita inquietud en algunos Estados desarrollados. Dos factores los incitarán, sin embargo, a implicarse en la continuación de las negociaciones.

En 1986, el transbordador espacial Challenger se desintegra en vuelo, 73 segundos después de su lanzamiento. Estados Unidos decreta la inmediata interrupción de los vuelos.
La NASA entra en una fase de introspección y reorganización. Y analiza, en aras de conservar su presupuesto, la posibilidad de reciclarse como observadora de los cambios climáticos a través de los satélites artificiales.

El director del instituto de climatología de la NASA, James Hansen, dramatiza el problema al comparecer ante una comisión del senado [2].
Gracias a Hansen, el movimiento ecologista estadounidense se dota de un aval científico y la NASA recupera su presupuesto.

Hansen reactiva la teoría del «efecto invernadero», concepto formulado en 1896 por el físico y químico sueco Svante Arrhenius que afirma que la presencia en la atmósfera de ciertos gases, como el CO2, puede provocar un aumento de la temperatura global de la superficie terrestre.
Este científico, adepto del cientificismo, había emitido la hipótesis de que la humanidad lograría evitar una nueva edad de los glaciares gracias al calor de sus fábricas. Su demostración resultó improvisada, provocando el abandono de la idea.

James Hansen la retoma al cabo de los años –sin verificarla– pero sacando la conclusión inversa: el desarrollo industrial va a provocar un calentamiento climático perjudicial para la humanidad.

Margaret Thatcher se apodera entonces de la cuestión climática y se impone rápidamente como líder mundial en la materia.
En 1987, Maumoon Abdul Gayoom, presidente de las Maldivas, aborda el tema durante la cumbre de la Commonwealth, en Vancouver. Su país, dice el presidente de las Maldivas, desaparecerá si el clima se recalienta y sube el nivel del mar.
En 1988, Canadá y Noruega organizan en Toronto una conferencia ministerial mundial sobre el tema «Cambios en nuestra atmósfera: implicaciones para la seguridad global» [3], donde se abordan por vez primera los posibles desplazamientos de población y se mencionan objetivos determinados para la reducción de los gases de efecto invernadero.

Los primeros ministros de Canadá y Gran Bretaña, Brian Mulroney y Margaret Thatcher, convencen a sus colegas del G7 (Estados Unidos, Francia, Alemania e Italia) de financiar un Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (GIEC) [Conocido por sus siglas en inglés (IPCC) y en español como Panel Intergubernamental sobre el Cambio Climático, denominación que utilizaremos en lo adelante en este trabajo. NdT.] bajo los auspicios del PNUMA y de la Organización Meteorológica Mundial, que ya habían iniciado un programa común de investigación [4]. Poco después, la señora Thatcher pronuncia un importante discurso en la Royal Society [5].

Afirma en él que los gases de efecto invernadero, el hueco de la capa de ozono y las lluvias ácidas exigen respuestas intergubernamentales. En 1989, la propia Margaret Thatcher se dirige a la Asamblea General de la ONU con un mensaje de alarma en el que llama a una movilización general sobre el tema.
Anuncia que Gran Bretaña ya ha tomado una serie de iniciativas para modernizar su industria y que pondrá a la disposición de los investigadores de todo el mundo las herramientas informáticas necesarias para el estudio del clima [6]. De regreso en Londres, crea el Hadley Center for Climate Prediction and Research, institución que inaugura con gran solemnidad [7]. Participa también en la conferencia mundial sobre el clima, en Ginebra, donde se pronuncia por la redacción de una convención global [8].

El Panel Intergubernamental sobre el Cambio Climático adquiere toda su dimensión con la creación del Hadley Center. El interés de Lady Thatcher no era crear una academia científica internacional sino un órgano político encargado de enmarcar la investigación, lo que cual se hace mucho más fácil en la medida en que los expertos participantes necesitan al Hadley Center para poder continuar sus trabajos.
El objetivo de Margaret Thatcher no era fabricar una ciencia falsa para apoyar una línea política, sino orientar la investigación fundamental para convertirla en investigación aplicada, útil para la nueva revolución industrial a la que aspiraba.

El deseo de Lady Thatcher, ex investigadora en el sector de la química orgánica, de basar la prosperidad y la influencia de su propio país en su liderazgo científico resulta indudable. Contrariamente a los neo-maltusianos, Margaret Thatcher plantea que los progresos científicos deben permitir resolver el desafío climático. Pone como ejemplo la manera cómo la ciudad de Londres ha logrado deshacerse del fog, la espesa nube de humo de las fábricas que la niebla impide disiparse. Lejos de condenar la industrialización, Margaret Thatcher quiere realizar una nueva revolución industrial que pondrá nuevamente a su país a la cabeza de la economía mundial. Cierra las minas de carbón, recurre al petróleo del Mar del Norte y prepara el futuro con el sector nuclear.

Esta enorme ambición, que Margaret Thatcher implementa con el mayor desprecio por la clase obrera e imponiendo a la clase dirigente un paso de marcha forzada, se estrella contra las disensiones del Partido Conservador, que se rebela contra su autoritarismo y la obliga a dimitir.
1992: Río de Janeiro, la tercera «Cumbre de la Tierra» y el triunfo de Maurice Strong

Durante los últimos años, Maurice Strong ha abandonado la actividad en el sector público canadiense y se ha hecho millonario. Ha sido nombrado director de Petro-Canada y ha acumulado una impresionante fortuna personal. Junto con el vendedor de armas saudita Adnan Kashoggi, Maurice Strong crea American Water Development, sociedad que compra el valle de Saint Louis para explotar las reservas de agua del río Colorado. Pero enfrentan la cólera de los habitantes, quienes temen que esa verde región se convierta en un desierto.

Strong renuncia bruscamente al proyecto. Según afirma, un sabio le reveló las propiedades místicas del lugar, que los indios consideran sagrado. Junto a su esposa Hanne, convencida esta última de ser la reencarnación de una sacerdotisa india, Strong crea la Manitou Foundation.
Su esposa es la presidenta y el propio Strong es el tesorero. Invierten 1,2 millones de dólares en el Baca Ranch de Crestone, construyen un gran complejo espiritual al estilo New Age en el que coexisten templos hindúes y budistas, templos judíos e iglesias cristianas, chamanes y otros tipos de brujos, en el marco de un urbanismo esotérico.

Altas personalidades, miembros del muy serio Aspen Institute (Rockefeller, Kissinger, etc.), vienen a meditar al lugar para que todas las religiones se conviertan en una sola.
Laurance Rockefeller, hermano de David, hace una donación de 100 millones de dólares. La extraña aventura se termina tan abruptamente como había comenzado sin que se haya logrado determinar si se trató de un caso de delirio colectivo o si fue una maniobra propagandística para atenuar la imagen de tiburones de Maurice Strong y sus amigos.

En todo caso, el Baca Ranch sirvió de laboratorio para la elaboración de la propaganda ecologista con una religiosidad a la moda, basada en el mito bíblico del diluvio y envuelta en imágenes provenientes de diferentes culturas, principalmente del budismo.
El hombre pecador ha sucumbido ante la tentación industrial y debe asumir el castigo divino. Debido al calentamiento climático, que él mismo ha provocado, las aguas pronto cubrirán la faz de la Tierra.
El único sobreviviente será Noé, el ecologista, y con él sobrevivirán las plantas y animales que él mismo logre poner a salvo.

Esa creencia se basa en la cosmogonía inspirada en los trabajos del investigador James Lovelock, quien recibe el título honorífico de Comendador del Imperio Británico, otorgado por Margaret Thatcher. En su teoría de Gaia, el científico inglés pretende demostrar que la regulación de la composición de la atmósfera terrestre depende de los seres que la habitan. Basados en ese razonamiento, que todavía está por demostrar, los creadores del Baca Ranch plantean que el planeta Tierra se comporta como un organismo vivo. Es Gaia, la diosa madre de la mitología griega. Por muy absurdo que parezca esta cosmogonía se impone en el imaginario contemporáneo. Por lo tanto, ya no se trata de «salvar la humanidad» sino de «salvar el planeta», aunque nadie pone en duda que a este astro muerto todavía le quedan por delante varios miles de millones de años.

Como quiera que sea, los anglosajones logran obtener la elección de Maurice Strong como presidente de la Federación Mundial de Asociaciones de las Naciones Unidas (WFUNA, siglas en ingles). Esta posición le permite hacer campaña para que la ONU organice una nueva cumbre de la Tierra. Una vez tomada la decisión, Strong no encuentra la menor dificultad, dado el papel que ya había desempeñado en Estocolmo y su paso por el PNUMA, para obtener el cargo de secretario general de la futura conferencia.

Para la preparación de la cumbre de Río, Strong se busca en primer lugar un consejero especial, su amigo Jim MacNeill, quien había sido director de Medio Ambiente en la OCDE y, posteriormente, redactor del informe Brundtland. Al igual que Strong, MacNeill es miembro de la Comisión Trilateral, creada por David Rockefeller con Zbignew Brzezinski.

En ese marco MacNeill redacta el informe preparatorio de la conferencia, titulado Beyond Interdependence (Más allá de la interdependencia) [9], mientras que Strong redacta el prefacio. La idea principal que se desprende del informe de la Rockefeller Foundation, previo a la conferencia de Estocolmo, y del informe de la comisión de la ONU posterior a la conferencia de Nairobi así como del de la Comisión Trilateral, antes de la conferencia de Río, es que los intereses económicos y las preocupaciones sobre el medio ambiente no deben oponerse entre sí acusando a las transnacionales de contaminar indiscriminadamente. Por el contrario. Industriales y ambientalistas deben unirse. La ecología puede ser un negocio lucrativo. Lo que falta es hacerle tragar eso a la opinión pública.

Maurice Strong complace a las asociaciones ecologistas invitándolas a presentar sus sugerencias para la cumbre y tratándolas con todo de atenciones. Al mismo tiempo reserva un espacio estratégico a las transnacionales, nombrando al multimillonario suizo Stephan Schmidheiny como consejero principal para la preparación de la cumbre.

Schmidheiny reúne en el seno del World Business Council for Sustainable Development (WBCSD) a las principales transnacionales, temerosas de que la cumbre pueda dar lugar a un cuestionamiento de sus prácticas. Les propone la realización de acciones de cabildeo para evitar la adopción de cualquier reglamentación internacional que entorpezca sus actividades y para promover la globalización económica bajo la fachada de la acción ecológica.

Mundialmente celebrado como filántropo de la ecología, Schmidheiny amasó su fortuna a través de la empresa de materiales de construcción Eternit. Como consecuencia de una investigación ordenada por Rafaelle Guariniello, fiscal general de Turín, en Italia, Schmidheiny debe comparecer ante los tribunales en 2010. Se le acusa de ser el mayor contaminador del mundo con amianto.
A pesar de tener total conocimiento de causa, Schmidheiny contaminó o permitió la contaminación de la ciudad de Casale donde se encontraban las fábricas de su empresa, provocando la muerte de 2 900 personas mientras que otras 3 000 quedaban afectadas.

Mientras Maurice Strong y sus amigos preparan la conferencia, numerosos científicos expresan su descontento ante el rumbo que están tomando las cosas. El periodista francés Michel Salomon reúne 3 000 universitarios y laureados del Premio Nóbel alrededor del Llamado de Heidelberg. Haciendo alusión a los santuarios del Baca Ranch y las teorías de Gea, denuncian «el surgimiento de una ideología irracional que se opone al progreso científico e industrial y perjudica el desarrollo económico y social».

Observando la movilización del WBCSD, reafirman «la necesidad absoluta de ayudar a los países pobres a alcanzar un nivel de desarrollo sostenible y en armonía con el del resto del planeta, de protegerlos de lo perjudicial proveniente de naciones desarrolladas y de evitar encerrarlos en una red de obligaciones irrealistas que comprometen a la vez su independencia y su dignidad».

Finalmente, concluyen que «los peores males que amenazan nuestro planeta son la ignorancia y la opresión, no la ciencia, la tecnología y la industria cuyos instrumentos, en la medida en que se utilicen adecuadamente, son herramientas indispensables que permitirán a la humanidad acabar, por sí misma y para sí misma, con males como el hambre y la sobrepoblación».

Strong y Schmidheiny reclutan entonces la firma de relaciones públicas Burson-Marsteller. La especialidad de su presidente, Harold Burson, consiste en identificar los sectores de población que pueden ser utilizados a favor de una causa, organizarlos en asociaciones y utilizarlas después para que defiendan, sin saberlo, los intereses de los clientes de la firma.
Entre otros ejemplos, Burson había creado en el pasado asociaciones de enfermos para facilitar el acceso a los medicamentos que fabricaban sus clientes, en vez de militar por el acceso a los medicamentos más eficaces.

También formó asociaciones de fumadores para luchar contra las leyes antitabaquismo, en vez de luchar por la fabricación de cigarrillos que no fuesen tóxicos. Burson transformará entonces la cumbre de Río en una gigantesca feria asociativa, dando así una apariencia de legitimidad popular a decisiones ya tomadas de antemano, en secreto y al más alto nivel, por un sindicato de transnacionales [10].

Esta técnica de manipulación se ha hecho clásica. Y ha sido reproducida desde entonces en múltiples conferencias internacionales.

172 delegaciones, de las que forman parte un centenar de jefes de Estado y de gobierno, participan en la cumbre de Río, del 3 al 14 de junio de 1992. En medio de una atmósfera festiva, el encuentro sirve de marco a la adopción de numerosos documentos. La Declaración de Río [11] establece 27 principios, como el principio de precaución: «la ausencia de certeza científica absoluta no debe servir de pretexto para posponer la adopción de medidas efectivas tendientes a prevenir la deterioración del medio ambiente» [12].

Esta Declaración es fruto de una verdadera negociación entre Estados. El documento reconoce el derecho de las generaciones futuras al desarrollo sostenible, lo cual implica no sólo que el crecimiento económico no debe concretarse a costa del medio ambiente sino que tampoco debe perpetuar las desigualdades entre el Norte y el Sur. En materia de derecho internacional, el medio ambiente se convierte en una cuestión de justicia social.

Para la aplicación de esos principios, los Estados miembros deben atenerse a otro documento: Action 21 [13]. Es un detallado programa que explica la relación entre desarrollo y medio ambiente, enumera los principales problemas ambientales, precisa los grupos e instituciones que deben ser movilizados y refiere gran cantidad de buenas intenciones. Pero en este segundo documento se elimina toda referencia a situaciones de conflicto. Estados Unidos e Israel logran que se elimine toda mención de los derechos de los «pueblos sometidos a la opresión, la dominación y la ocupación».

Lo más importante es que la guerra ya no aparece como el principal factor de los ataques al desarrollo y al medio ambiente. Es el triunfo de Maurice Strong y de la ecología edulcorada. Las transnacionales pueden seguir saqueando el planeta, con tal de que no contaminen en los países desarrollados.

El Pentágono, que acaba de desatar su primera agresión militar contra Irak, puede seguir destruyendo sin preocuparse porque la destrucción de la guerra no cuenta.
(Continuación en la tercera parte titulada: «1997-2010: Le ecología financiera»)
Thierry Meyssan

Analista político francés. Fundador y presidente de la Red Voltaire y de la conferencia Axis for Peace. Última obra publicada en español: La gran impostura II. Manipulación y desinformación en los medios de comunicación (Monte Ávila Editores, 2008).

Fuente Odnako (Russia)


[1] Título en francés: Notre avenir à tous. Título en inglés: Our Common Future. Título en español: Nuestro Futuro Común.

[2] Greenhouse Effect and Global Climate Change, audiencia de James Hansen ante la Comisión senatorial de Energía y Recursos Naturales, 23 de junio de 1988.

[3] «Our Changing Atmosphere: Implications for Global Security».

[4] Déclaration économique, G7, Toronto, §33.

[5] Speech to the Royal Society, por Margaret Thatcher, 27 de septiembre de 1988.

[6] Speech to United Nations General Assembly (Global Environment) por Margaret Thatcher, 8 de noviembre de 1989.

[7] Speech opening Hadley Centre for Climate Prediction and Research, por Margaret Thatcher, 25 de mayo de 1990.

[8] Speech at 2nd World Climate Conference, por Margaret Thatcher, 6 de noviembre de 1990.

[9] Beyond Interdependence: The Meshing of the World’s Economy and the Earth’s Ecology, por Jim MacNeill, Pieter Winsemius y Taizo Yakushiji, Oxford Paperbacks, febrero de 1992.

[10] «Burson-Marsteller, Pax trilateral and the Bruntland Gang versus the Environment» por Joyce Nelson, y «Poisoning the Grassroots» por John Dillon, Covert Action quaterly, primavera de 1993.

[11] Texto íntegro de la Declaración de Río.

[12] El principio de precaución, como aparece formulado en la Declaración de Río o en la Carta francesa sobre el medio ambiente, tiene como objetivo ampliar la base jurídica de la acción política a favor del medio ambiente ante las evaluaciones científicas que presentan las transnacionales. Posteriormente ha sido a menudo tergiversado para justificar una forma de pasividad política en todos los sectores.

[13] Texto íntegro de Action 21.

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