martes, 24 de noviembre de 2009

El hiper presidencialismo en Estados Unidos: cuando la república peligra


David Swanson
TomDispatch
24-11-2009

Desde la elección de George Washington, el poder presidencial en Estados Unidos se ha extendido mucho más allá de lo previsto en la constitución y de lo que en el fondo exige un gobierno de, por y para el pueblo. Esta expansión, especialmente visible tras la segunda guerra mundial, se disparó durante la co-presidencia de G. W. Bush y Dick Cheney.

La concentración de poder que Bush consiguió a costa del Congreso, los tribunales, los Estados y nosotros mismos, el pueblo, ha remitido, en ámbitos concretos, a partir de la llegada de Obama. En otros, en cambio, se ha agudizado. El patrón común, en todo caso, es la consolidación, cuando no la expansión, de los poderes presidenciales, y la conformación de un legado que quedará a disposición de presidentes futuros. Así las cosas, no es difícil entrever escenarios pocos halagüeños derivados de un poder presidencial que se acerca, cada vez más, al poder absoluto.

Los medios de comunicación no parecen demasiado interesados en esta historia. A lo sumo abordan la cuestión de manera superficial, hablan de los diversos “zares” nombrados por Obama o publican artículos sobre la importancia de reformular o de enmendar aspectos marginales de la Ley patriótica (Patriot Act).

La desidia del Congreso es, si cabe, todavía mayor. Nada de esto sorprende, ya que los tres poderes de gobierno han sido reemplazados por el poder de los dos grandes partidos. Así, medio Congreso elige como líder a un presidente que supuestamente debería ejecutar su voluntad. Y la otra mitad de congresistas se resigna con frecuencia a obedecer a unos “líderes” partidarios cuyo interés primordial es elegir uno de los suyos como próximo presidente.

Ambos partidos, en el fondo, ven el poder presidencial como algo de lo que pueden servirse en el presente o bien en el futuro, cuando su propio candidato resulte elegido. La disputa de fondo, en definitiva, gira en torno a la herencia de esta suerte de presidencia imperial, no a su limitación.

En un contexto así, los proyectos orientados a la creación de comisiones que investiguen los abusos presidenciales, a la introducción de controles jurisdiccionales a los secretos de estado, a la limitación del recurso a las declaraciones presidenciales interpretativas de leyes o a la posibilidad de requerir informes clasificados al ejecutivo, no parecen ser una prioridad para ninguno de los grandes partidos.

Actualmente, la vieja idea de controlar los abusos del ejecutivo o de disposiciones normativas existentes a través de órdenes de comparecencia en el Congreso o del propio juicio político se ha convertido en Washington en algo escandaloso e inadmisible.

El Congreso sentó en el banquillo a un juez que había acosado a sus empleados, pero Jay Bybee, que firmó memorándums secretos en los que se proponía legalizar la guerra de agresión y la tortura, goza de un puesto vitalicio en la Corte de Apelaciones del Noveno Circuito gracias, precisamente, a su paso por el poder ejecutivo (y a la complicidad de Fox News en relación con su posible enjuiciamiento).

En abril, el Senador Patrick Leahy, presidente del Comité Judicial del Senado, exigió la comparecencia de Bybee. Pero el juez se negó, al igual que muchos de sus antiguos colegas de la administración Bush entre 2007 y 2008. Lo más probable es que Leahy no esté dispuesto a emitir una orden que incluso el nuevo Departamento de Justicia podría negarse a ejecutar.

El Departamento actual, de hecho, permitió que el Consejo de la Casa Blanca negociara el cumplimiento parcial de una orden del Comité Judicial de la Cámara de Representantes impulsada por el ex consejero presidencial, Karl Rove. Y si Leahy se parece a la mayoría de miembros del Congreso, ni siquiera considerará la posibilidad de recurrir a la policía del Capitolio para ejecutar la orden, algo que el Comité no ha hecho en 75 años.

Todo el poder al presidente

Cualquier descripción realistas de los actuales poderes presidenciales en Estados Unidos debería incluir facultades crecientes para elaborar leyes, para hacer la guerra, para gastar dinero, para asegurar la impunidad de ciertos crímenes, para actuar en secreto, para espiar sin garantías, para detener sin cargos e incluso para torturar.

Es el Congreso, en efecto, quien todavía elabora las leyes. Pero éstas pueden reescribirse a partir de declaraciones interpretativas del presidente, esto es, a través de declaraciones en las que el presidente hace explícito su propósito de vulnerar determinadas disposiciones de la ley que le compete sancionar.

Ni el Congreso ni el presidente Obama han impugnado buena parte de las extensas declaraciones interpretativas firmadas por Bush con el objeto de alterar el sentido de las leyes. De hecho, Obama ha anunciado que sus colaboradores revisarán las declaraciones interpretativas de su predecesor sólo en la medida en que sea estrictamente necesario.

Puede que esta política tranquilice a aquéllos que imaginan que la administración Obama siempre acertará a la hora de mantener o rechazar una declaración interpretativa de Bush. Lo grave, sin embargo, de esta decisión, es que mantiene incólume el poder presidencial de interpretar, rehacer o alterar el contenido de nuevas leyes. Obama, de hecho, ya ha emitido sus propias declaraciones interpretativas.

Otra manera que tienen los presidentes de determinar la política nacional en estos tiempos son las órdenes ejecutivas, lo que les permite gobernar el país desde la Casa Blanca y prescindir de diferentes órganos encabezados por funcionarios que cuentan con el aval del Congreso. Los presidentes también determinan la agenda legislativa del Congreso, sin que sus miembros o el público en general manifiesten mayor oposición a lo que es una auténtica perversión de nuestro sistema constitucional.

Y luego están los informes secretos. A través de ellos, los abogados de Bush en el Departamento de Justicia “legalizaron” con diligencia numerosos actos ilegales, incluyendo las guerras de agresión y la tortura.
A despecho de los años de tira y afloja entre la Casa Blanca y el Congreso respecto de la prohibición de la tortura, la complicidad con su práctica ya era un delito en el derecho penal estadounidense bajo la Ley Contra la Tortura, que autorizó la entrada en vigor de la Convención contra la Tortura firmada por el presidente Ronald Reagan.

Lo peor de todo es que, con independencia de lo estipulado legalmente, fueron los informes secretos del Departamento de Justicia los que tuvieron la última palabra en la materia. Obama ha ordenado a este Departamento no perseguir a los más altos responsables de la elaboración de estos informes.
Al mismo tiempo, ha admitido que se considerará –es difícil saber si seriamente o no- la persecución de un grupo de funcionarios de bajo rango que se extralimitaron en la ejecución de las políticas esbozadas en los mismos.

Esta decisión implica conferir inmunidad a criminales prominentes y revertir el principio defendido por Estados Unidos en los juicios de Nüremberg, con arreglo al cual era necesario comenzar por los máximos responsables. Pero sobre todo, sienta un peligroso precedente de cara al futuro. Si un presidente puede legalizar un crimen a través del informe de un abogado del Departamento de Justicia ¿cómo no ver en ello un avance hacia el poder absoluto?

Quienes deciden ir a la guerra, hoy, son los presidentes y no el Congreso, previa consulta, o no, del informe de Jay Bybee sobre el asunto.
Deciden ir a la guerra sin que haya una declaración de guerra del Congreso, y se sirven para ello de leyes vagas que permiten aparentar la aquiescencia del Congreso, aunque luego actúen por fuera de dichas reglas.

Más allá de su ilegalidad (y de su inconstitucionalidad), estas guerras suelen dar lugar a ocupaciones permanente que incluyen la construcción de gigantescas bases militares desde las cuales es posible iniciar nuevas guerras. A lo largo de este proceso, los soldados suelen ser reemplazados por mercenarios que, en su calidad de “contratados privados”, acaban actuando más lejos aún del control legal del Congreso.

Para invadir Iraq, el presidente Bush desvió dinero afectado a otros propósitos. También se auto-otorgó el poder de transferir dinero a “presupuestos en negro”, sin otro visto bueno que el de unos pocos miembros del Congreso, y de usarlo para operaciones secretas con el consentimiento de algunos de sus funcionarios.
Por supuesto, la existencia de fondos secretos reservados al presidente no son nada nuevo, pero se han disparado de manera inconstitucional e insostenible.

El 6 de octubre, los líderes de los dos partidos se reunieron con el presidente Obama y, a través del líder de la mayoría en el Senado, Harry Reid, le hicieron saber que podía finalizar, reducir, mantener o intensificar las operaciones militares en Afganistán y Pakistán, si lo consideraba conveniente.
La semana anterior, el Senado había aceptado que el comandante Stanley Mc Chrystal no compareciera a explicar el desarrollo de la guerra hasta tanto el presidente no determinara su política militar, lo que por supuesto quería decir una política militar para todos los norteamericanos.
Dos días después, en un sorpresivo gesto de disidencia, el presidente de la Comisión de Gasto Público de la Cámara de Representantes, David Obey, emitió unas declaraciones en las que sugería que, contra lo sostenido durante años, el Congreso tenía el poder de no financiar estas guerras y, en consecuencia, de finalizarlas.

Cuando el declive de su presidencia era ya un hecho, G. W. Bush celebró, prescindiendo de la ratificación del Senado, un tratado no oficial (al que llamó Acuerdo sobre el Estatuto de las Fuerzas Armadas) con el gobierno del Iraq ocupado por Estados Unidos que autorizaba tres años más de guerra. Desde entonces, el ejército de Estados Unidos no ha dejado de vulnerar los términos de dicho documento.
De hecho, los principales jefes militares de la operación han hecho pública su intención de permanecer en Iraq más allá de 2011, es decir, fuera de los límites establecidos en la normativa. Este tratado, por su parte, ha permitido a los nuevos ocupantes de la Casa Blanca fortalecer la ocupación ilegal de Iraq, que ya cuenta con 120.000 soldados estadounidenses y decenas de miles de mercenarios contratados al efecto.

¿Ha entrado el Congreso en un declive imparable?

Cuando se temía que Bush pudiera absolver a sus subordinados por los crímenes que el mismo había autorizado, los miembros del Congreso y los académicos llegaron a la conclusión mayoritaria de que, en efecto, podía hacerlo.
Pero tanto Bush como Obama han ido bastante más allá. Con la cobertura otorgada por leyes como la de comisiones militares o la de enmiendas a la Ley de Vigilancia del Servicio Exterior de Inteligencia, consiguieron garantizar la impunidad de numerosos criminales sin siquiera dar a conocer sus nombres o lo que habían hecho.

El Departamento de Justicia de Obama ha decidido comparecer o apelar en diversos tribunales con el objeto de mantener en secreto los abusos de los funcionarios de gobierno y de las corporaciones involucradas en torturas y en casos de espionaje ilícito.
Recientemente, el Departamento de Justicia ha sostenido que, en casos que involucren la denegación de información a un tribunal o al público en general, las empresas de telecomunicación deben ser consideradas como parte de la rama ejecutiva del gobierno federal.
Ya a comienzos de año, de hecho, el gobierno de Estados Unidos amenazó al británico con suspender los intercambios en materia de inteligencia si revelaba pruebas sobre tortura.

El Presidente Obama anunció que sólo invocaría el derecho a ocultar información a los tribunales en caso de que, según los abogados del Departamento de Justicia, estuvieran en juego importantes “secretos de estado”.
Esto podría considerarse un avance en comparación con la gestión de Bush –algo no muy difícil de conseguir-, pero en realidad se trata de una posición que no cede un ápice del poder que el ejecutivo ha obtenido a costa de otras ramas de gobierno.
De hecho, no es casual que los abogados de Obama hayan invocado la existencia de “secretos de estado” con el propósito, no ya de denegar información puntual sobre un tema, sino de bloquear casos completos antes los tribunales.

Si bien el presidente actual se ha mostrado dispuesto a ceder modestos ámbitos competenciales reclamados por el presidente anterior, ha mantenido una intransigencia cerril en lo que al poder presidencial se refiere.
A diferencia de Bush, por ejemplo, el presidente Obama se comprometió a hacer pública la lista de visitas a la Casa Blanca.
Esta medida, sin embargo, dejaba fuera buena parte de las visitas ya registradas –incluidas las de ejecutivos de compañías de seguros médicos- así como todas aquellas que el propio presidente considerara peligrosas para la “seguridad nacional”. En otros términos: se propone un cambio, modesto, pero se deja en manos del presidente decidir qué listas pueden hacerse públicas.

Esta administración ha hecho públicos, ciertamente, algunos de los informes secretos utilizados por el Departamento de Justicia durante la era Bush para justificar la tortura. Y el Departamento de Justicia, de hecho, ha resistido fieramente para que esto no ocurriera, enmendando secciones significativas de estos documentos antes de que se hicieran públicos.

Bush exigió poder presidencial para detener personas sin cargos o sin el debido proceso, y lo utilizó. Obama reclamó un poder similar en los Archivos Nacionales de Washington, en abierta violación del derecho de habeas corpus consagrado en la manoseada y maltrecha constitución de Estados Unidos.

El Director de la CIA, Leon Panetta, y el consejero presidencial, David Axelrod, también han dejado claro que el presidente aún ostenta el poder para autorizar “técnicas duras de interrogatorios” aunque no lo utilice.
De esta forma, la tortura ha pasado de ser un crimen a convertirse en una política pública opcional. El mensaje parece ser que si queremos parar temporalmente la tortura debemos votar por los demócratas. Pero esto es adentrarse en terreno pantanoso.

Probablemente sea ingenuo esperar que los presidentes resignen el poder acumulado por el ejecutivo. Pero ¿no sería lógico esperar que el Congreso trabaje para recuperarlo, en beneficio de todos?

Cuando Alberto Gonzales renunció a su cargo de Fiscal General, lo hizo por un grupo creciente de miembros del Congreso puso en marcha un proyecto en el que ordenaban al Comité Judicial de la Cámara de Representantes investigar los fundamentos para un juicio político.

Una posición similar frente al actual juez Jay Bybee podría ayudar a restaurar la autoridad del Congreso en otros ámbitos, así como a presionar al Departamento de Justicia para que cumpla con la ley y haga pública la información de que dispone, sin poder oponer a ello los “privilegios” del ejecutivo. La información requerida en un juicio político debe ser diligentemente producida, so pena de incurrir en otros delitos también susceptibles de enjuiciamiento político.

Posiblemente haya muchos entre nosotros que consideren al presidente actual un mejor tipo que nuestro diputado local. Pero eso no quita que influir a un presidente, o incluso a un senador, a través de la presión ejercida “desde abajo” es infinitamente más difícil que influir en un diputado de la Cámara de Representantes.

No pretendo con esto formular descubrimiento alguno. Después de todo, ¿no es ésta la razón por la cual la constitución confía a la Cámara poderes en materia impositiva o de juicio político?
Su mayor cercanía a los electores hace a este cuerpo, por naturaleza, más susceptible a la presión democrática. Si queremos, por tanto, recuperar la capacidad de incidencia real en la política nacional, nuestra mejor opción –admitiendo que se trataría de un trabajo cuesta arriba- sería centrarnos en la persona que nos representa en la Cámara.

La cuestión, sin embargo, está en presionar a cada uno de estos representantes para que hagan algo que, como órgano, parecen tener miedo de hacer: recuperar el poder que originariamente se les confirió, no en beneficio de su partido, sino de su papel institucional, de la constitución que juraron y de los propios soberanos de esta nación: nosotros el pueblo.

Si esto no ocurre, el legado de la era Obama, al igual que el de sus predecesores inmediatos, no será sino la consolidación de una presidencia cada vez más imperial y el deslizamiento, cada vez más pronunciado, de la república al imperio.

David Swanson fue secretario de prensa de D. Kucinich en su candidatura presidencial de 2004. Actualmente dirige la página electrónica AfterDowningStreet.org y ha sido el impulsor de Impeachbybee.org. Recientemente, ha publicado, Daybreak: Undoing the Imperial Presidency and Forming a More Perfect Union (Seven Stories Press).

Traducción para www.sinpermiso.info: Gerardo Pisarello

Fuente: http://www.sinpermiso.info/textos/index.php?id=2916


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