21-12-2009
Ariadna Jové Marti
Rebelión
Así se despide, bikaf, ya basta. Terminó el dormir fuera de casa. Terminaron las frías noches en vela, andando de un lugar para otro, esperando el Uaden de la primera plegaria del alba. Basta de huir. Llega el momento de tomar la decisión y pronunciar, hoy.
Ahora ya está en la cárcel. Solo él sabe lo que le está pasando. Él y los soldados en un espacio cerrado, cárcel, centro de interrogación, en una habitación aislado, en una sala de tortura. Nadie puede darle voz, nadie puede ponerle palabras para denunciarlo. Él y los soldados que lo tienen, cada viernes al manifestarse contra la ocupación israelí, en el punto de mira de sus M-16’s. Los mismos soldados que le dispararon en la pierna hace sólo unos meses. Los mismos que asesinaron a sus dos vecinos. Los mismos que asesinaron a su padre. Los mismos soldados, diferentes rostros del mismo ejército ocupante.
Nació en Ni’lin, un pueblo de 5.000 habitantes situado al oeste de la región de Ramallah, cerca de la línea verde de 1967, hijo de refugiados palestinos después de la guerra de los Seis Días. Hizo los primeros pasos entre hermanos, primos, tíos, padres y abuelos, fue a la escuela del pueblo, caminando cada día con la mochila llena de libros escritos por la Autoridad Palestina. Libros que desaparecen a medida que Israel roba y anexiona territorio. Libros que pintan Palestina sin fronteras internas, libros que no conocen el West Bank ni la franja de Gaza. Libros sin muros ni vallas eléctricas de apartheid, sin asentamientos ilegales ni check points.
Después de la escuela, estos niños pasan las tardes en la calle, rodeados de grandes y pequeños, escuchando por diferentes voces las mismas historias. Escuchando día tras día como Israel les roba las tierras, como Israel les corta los olivos, como Israel les tortura, como Israel les asesina, como el ejército hace y deshace, como los soldados atacan y disparan, como sus hermanos y amigos son heridos y mutilados. Orejas y ojos que escuchan y ven las historias de los mayores, de aquellos que se manifiestan en contra de la ocupación israelí y la construcción del muro de apartheid, de aquellos que se reúnen y luchan para echar al ejército ocupante. Niños que ven asesinar a sus padres, familiares y amigos una y otra vez, a medida que pasan los años. Niños que viven amontonados en campos de refugiados o en pueblos como Ni’lin que poco a poco quedan aislados y están obligados a abandonar, sin trabajo ni distracciones, sin posibilidad de emigrar, sin libertad.
Niños que se convierten de un día para otro en adultos, cuerpos de niños adultos. Niños adultos que son atacados por los soldados con cualquier armamento ilegal, cada día nuevos peligros que han de acostumbrarse a esquivar.
Y un día como cualquier otro el ejército israelí les persigue para encarcelarlos. Los días pasan, durante las horas de sol se encaran contra los soldados y esquivan la muerte para echarlos, para que los 730 quilómetros de muro que les ahoga se construyan más lentamente. Por las noches, estos niños adultos no duermen, no viven, mantienen los ojos abiertos a cada minuto para que el ejército no les sorprenda, los secuestre y los arreste en espacios más estrechos, más claustrofóbicos. Niños adultos fugitivos que viven encarcelados y ahogándose en pueblos-prisión. No importa donde estén ni donde quieran escapar, el ejército controla y bloquea las carreteras, no hay salida ni a donde ir.
Pueblos-prisión. Ciudades-prisión.
Y es así como un día, alguno de estos niños adultos se plantea que las piedras se desvanecen en el aire. Poco a poco deciden cambiarlas por botellas llenas de pintura de colores para lanzarlas contra los jeeps del ejército, botellas que con el tiempo, se convierten en cocteles molotov. Y mientras unos lanzan piedras y botellas de colores, los otros reprimen salvaje y violentamente. El ejército practica y se entrena con civiles palestinos desarmados, disparando munición real con M-16’s y asesinando personas por la espalda.
Cuando el cuerpo no puede resistir más y enferma, cuando las fuerzas se agotan y el huir se hace cada día más pesado e imposible, cuando después de no dormir durante meses el cansancio gana, el ejército israelí les encarcela. Les busca por las noches dentro de sus camas, invadiendo el pueblo y sus casas, agrediendo a sus familias y hogares, robando el aceite de oliva y destrozando el mobiliario, para acabar secuestrándoles. Niños que pasan meses en la cárcel, maltratados, torturados, solos y aislados de sus familias y de aquellos a los que aman. Niños que son secuestrados en cárceles israelís durante un periodo de tiempo desconocido, perdiendo la mayor parte de ellos el curso escolar, influyendo en su trayectoria académica. Después de unos meses o años, saldrán de estas cárceles israelíes y seguirán encarcelados dentro de los pueblos-prisión y estos seguirán rodeados y amurallados, dentro de una cárcel quilométrica que llaman West Bank.
Estos niños adultos poco a poco se sienten morir en vida, se sienten morir por dentro y sus corazones se convierten en bomba. Es así como estos niños adultos han dejado de ir a la escuela para dedicarse a la resistencia. La resistencia adquiere nombre y colores políticos, colores que ya estaban sembrados por sus familiares muchos años antes. Llega un momento en que la vida y la muerte son lo mismo. La vida es un sin vivir. No vivir ni fuera ni dentro de la resistencia, porque sin resistencia hay extinción. La resistencia florece par ganarle tiempo a la batalla de la extinción. Porque después de no vivir durante años o de vivir encarcelado en diversas y diferentes celdas, después de haber visto como les robaban todo lo que tenían se dan cuenta de que el camino ya está hecho. Estos niños adultos pasaran a ser adultos que empuñaran un arma para luchar con la resistencia en contra de la ocupación y el apartheid israelí, como cuando de pequeños luchaban lanzando piedras con la muclea. Y un día, sin avisar a nadie se convertirán en mártires luchando por la libertad del pueblo palestino.
Una historia concreta que se repite sucesivamente para todos los niños del West Bank i Gaza. Le ha llegado la hora a Mohammed, este chico delgado, zurdo y de 19 años. Ayer era el turno de sus dos hermanos mayores. Mañana será el turno de su hermano pequeño. Muchas de las palabras escritas aquí son suyas, fueron pronunciadas entre gritos de rabia y solidaridad con el pueblo de Gaza, ahora hace casi un año, cuando Israel bombardeaba la Franja de Gaza y asesinaba a 1.400 personas. Hoy, Mohammed está secuestrado en una cárcel israelí. Le esperaremos para terminar de escribir la historia de todos los jóvenes palestinos, aunque solo podrá hacerlo si las palabras no se le han enquistado en los huesos y se han convertido en un peso perenne y ya jamás podrán ser pronunciadas.
A día de hoy, el estado de Israel tiene secuestrados aproximadamente 11.000 civiles palestinos en sus cárceles, en los 31 recintos penitenciarios (21 cárceles, 5 centros de detención, 4 centros de interrogación y un centro de interrogación del servicio secreto de inteligencia israelí) de la Palestina histórica. Aproximadamente 1.000 de estos presos políticos esta en detención administrativa (349 de ellos menores de edad y 75 mujeres) es decir, sin tener derecho a ser juzgados, sin tener cargos. Más de 100 de estas detenciones administrativas fueron realizadas antes del 2006. En los últimos 19 meses, 90 jóvenes han sido secuestrados por el estado de Israel en el pueblo de Ni’lin, el más joven, un niño de 13 años. Desde septiembre del año 2.000, más de 2.500 niños han sido encarcelados por el estado de Israel, a día de hoy, 340 siguen secuestrados.
Solo un soldado Israelí está secuestrado en la franja de Gaza.
Todo esto lo sabe cuando sale de casa con la cabeza alta, una camiseta amarilla y una bolsa de plástico donde lleva el pijama que le acompañará las largas y dolorosas noches que le esperan en la cárcel. Semanas y meses esperando un juicio, esperando la sentencia militar. Lo sabe y piensa en ello al cruzar la puerta amarilla y el cartel que dice, Bienvenidos a la cárcel de Ofer. Se entrega para después ser más libre, para tener más espacio donde respirar, para poder dormir.
Aunque no sabe cuándo volverá a casa, al cruzar la puerta se despide con un Bikaf, ya basta de huir.
Ariadna Jové Marti
Rebelión
Así se despide, bikaf, ya basta. Terminó el dormir fuera de casa. Terminaron las frías noches en vela, andando de un lugar para otro, esperando el Uaden de la primera plegaria del alba. Basta de huir. Llega el momento de tomar la decisión y pronunciar, hoy.
Ahora ya está en la cárcel. Solo él sabe lo que le está pasando. Él y los soldados en un espacio cerrado, cárcel, centro de interrogación, en una habitación aislado, en una sala de tortura. Nadie puede darle voz, nadie puede ponerle palabras para denunciarlo. Él y los soldados que lo tienen, cada viernes al manifestarse contra la ocupación israelí, en el punto de mira de sus M-16’s. Los mismos soldados que le dispararon en la pierna hace sólo unos meses. Los mismos que asesinaron a sus dos vecinos. Los mismos que asesinaron a su padre. Los mismos soldados, diferentes rostros del mismo ejército ocupante.
Nació en Ni’lin, un pueblo de 5.000 habitantes situado al oeste de la región de Ramallah, cerca de la línea verde de 1967, hijo de refugiados palestinos después de la guerra de los Seis Días. Hizo los primeros pasos entre hermanos, primos, tíos, padres y abuelos, fue a la escuela del pueblo, caminando cada día con la mochila llena de libros escritos por la Autoridad Palestina. Libros que desaparecen a medida que Israel roba y anexiona territorio. Libros que pintan Palestina sin fronteras internas, libros que no conocen el West Bank ni la franja de Gaza. Libros sin muros ni vallas eléctricas de apartheid, sin asentamientos ilegales ni check points.
Después de la escuela, estos niños pasan las tardes en la calle, rodeados de grandes y pequeños, escuchando por diferentes voces las mismas historias. Escuchando día tras día como Israel les roba las tierras, como Israel les corta los olivos, como Israel les tortura, como Israel les asesina, como el ejército hace y deshace, como los soldados atacan y disparan, como sus hermanos y amigos son heridos y mutilados. Orejas y ojos que escuchan y ven las historias de los mayores, de aquellos que se manifiestan en contra de la ocupación israelí y la construcción del muro de apartheid, de aquellos que se reúnen y luchan para echar al ejército ocupante. Niños que ven asesinar a sus padres, familiares y amigos una y otra vez, a medida que pasan los años. Niños que viven amontonados en campos de refugiados o en pueblos como Ni’lin que poco a poco quedan aislados y están obligados a abandonar, sin trabajo ni distracciones, sin posibilidad de emigrar, sin libertad.
Niños que se convierten de un día para otro en adultos, cuerpos de niños adultos. Niños adultos que son atacados por los soldados con cualquier armamento ilegal, cada día nuevos peligros que han de acostumbrarse a esquivar.
Y un día como cualquier otro el ejército israelí les persigue para encarcelarlos. Los días pasan, durante las horas de sol se encaran contra los soldados y esquivan la muerte para echarlos, para que los 730 quilómetros de muro que les ahoga se construyan más lentamente. Por las noches, estos niños adultos no duermen, no viven, mantienen los ojos abiertos a cada minuto para que el ejército no les sorprenda, los secuestre y los arreste en espacios más estrechos, más claustrofóbicos. Niños adultos fugitivos que viven encarcelados y ahogándose en pueblos-prisión. No importa donde estén ni donde quieran escapar, el ejército controla y bloquea las carreteras, no hay salida ni a donde ir.
Pueblos-prisión. Ciudades-prisión.
Y es así como un día, alguno de estos niños adultos se plantea que las piedras se desvanecen en el aire. Poco a poco deciden cambiarlas por botellas llenas de pintura de colores para lanzarlas contra los jeeps del ejército, botellas que con el tiempo, se convierten en cocteles molotov. Y mientras unos lanzan piedras y botellas de colores, los otros reprimen salvaje y violentamente. El ejército practica y se entrena con civiles palestinos desarmados, disparando munición real con M-16’s y asesinando personas por la espalda.
Cuando el cuerpo no puede resistir más y enferma, cuando las fuerzas se agotan y el huir se hace cada día más pesado e imposible, cuando después de no dormir durante meses el cansancio gana, el ejército israelí les encarcela. Les busca por las noches dentro de sus camas, invadiendo el pueblo y sus casas, agrediendo a sus familias y hogares, robando el aceite de oliva y destrozando el mobiliario, para acabar secuestrándoles. Niños que pasan meses en la cárcel, maltratados, torturados, solos y aislados de sus familias y de aquellos a los que aman. Niños que son secuestrados en cárceles israelís durante un periodo de tiempo desconocido, perdiendo la mayor parte de ellos el curso escolar, influyendo en su trayectoria académica. Después de unos meses o años, saldrán de estas cárceles israelíes y seguirán encarcelados dentro de los pueblos-prisión y estos seguirán rodeados y amurallados, dentro de una cárcel quilométrica que llaman West Bank.
Estos niños adultos poco a poco se sienten morir en vida, se sienten morir por dentro y sus corazones se convierten en bomba. Es así como estos niños adultos han dejado de ir a la escuela para dedicarse a la resistencia. La resistencia adquiere nombre y colores políticos, colores que ya estaban sembrados por sus familiares muchos años antes. Llega un momento en que la vida y la muerte son lo mismo. La vida es un sin vivir. No vivir ni fuera ni dentro de la resistencia, porque sin resistencia hay extinción. La resistencia florece par ganarle tiempo a la batalla de la extinción. Porque después de no vivir durante años o de vivir encarcelado en diversas y diferentes celdas, después de haber visto como les robaban todo lo que tenían se dan cuenta de que el camino ya está hecho. Estos niños adultos pasaran a ser adultos que empuñaran un arma para luchar con la resistencia en contra de la ocupación y el apartheid israelí, como cuando de pequeños luchaban lanzando piedras con la muclea. Y un día, sin avisar a nadie se convertirán en mártires luchando por la libertad del pueblo palestino.
Una historia concreta que se repite sucesivamente para todos los niños del West Bank i Gaza. Le ha llegado la hora a Mohammed, este chico delgado, zurdo y de 19 años. Ayer era el turno de sus dos hermanos mayores. Mañana será el turno de su hermano pequeño. Muchas de las palabras escritas aquí son suyas, fueron pronunciadas entre gritos de rabia y solidaridad con el pueblo de Gaza, ahora hace casi un año, cuando Israel bombardeaba la Franja de Gaza y asesinaba a 1.400 personas. Hoy, Mohammed está secuestrado en una cárcel israelí. Le esperaremos para terminar de escribir la historia de todos los jóvenes palestinos, aunque solo podrá hacerlo si las palabras no se le han enquistado en los huesos y se han convertido en un peso perenne y ya jamás podrán ser pronunciadas.
A día de hoy, el estado de Israel tiene secuestrados aproximadamente 11.000 civiles palestinos en sus cárceles, en los 31 recintos penitenciarios (21 cárceles, 5 centros de detención, 4 centros de interrogación y un centro de interrogación del servicio secreto de inteligencia israelí) de la Palestina histórica. Aproximadamente 1.000 de estos presos políticos esta en detención administrativa (349 de ellos menores de edad y 75 mujeres) es decir, sin tener derecho a ser juzgados, sin tener cargos. Más de 100 de estas detenciones administrativas fueron realizadas antes del 2006. En los últimos 19 meses, 90 jóvenes han sido secuestrados por el estado de Israel en el pueblo de Ni’lin, el más joven, un niño de 13 años. Desde septiembre del año 2.000, más de 2.500 niños han sido encarcelados por el estado de Israel, a día de hoy, 340 siguen secuestrados.
Solo un soldado Israelí está secuestrado en la franja de Gaza.
Todo esto lo sabe cuando sale de casa con la cabeza alta, una camiseta amarilla y una bolsa de plástico donde lleva el pijama que le acompañará las largas y dolorosas noches que le esperan en la cárcel. Semanas y meses esperando un juicio, esperando la sentencia militar. Lo sabe y piensa en ello al cruzar la puerta amarilla y el cartel que dice, Bienvenidos a la cárcel de Ofer. Se entrega para después ser más libre, para tener más espacio donde respirar, para poder dormir.
Aunque no sabe cuándo volverá a casa, al cruzar la puerta se despide con un Bikaf, ya basta de huir.
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