viernes, 2 de octubre de 2009

DEL "HECHO NACIONAL"

A.B.A. (Madrid)
Revista ALIF NUN

Incluso para los demócratas patrios más laicos y jacobinos, España es una realidad nacional unitaria desde el mismo momento en que se produce la supuesta unidad nacional (en realidad, una unidad patrimonial-matrimonial de Fernando e Isabel) y se establece una monarquía nacional de base religiosa católica como colofón a un proceso de homogeneización político-religiosa cuyo hito primero sería la "conversión" de Recaredo a la fe católica-trinitaria y la continuidad de la monarquía visigótica a través del pequeño reino astur-leonés primero y del castellano-leonés después, hasta arribar de forma "fatal" a la monarquía imperial de los siglos XVI y XVII.

En realidad, ésta ha sido y sigue siendo la "historia" oficial que se nos enseña, es decir, la "historia patria" como fundamento del "hecho nacional" español. O, lo que es lo mismo, la exclusión arbitraria de todo lo precedente a la monarquía católico-visigótica y todo lo relacionado con ella, y la negación vergonzante de cuanto históricamente ha contradicho esa realidad "incuestionable". El ejemplo más característico de esta manipulación secular se encuentra en una de las ficciones más largamente repetidas y asumidas por todos y desde siempre: la invasión "árabe" de la gótico-católica España. Y, por tanto, de la secular lucha cristiano-monárquica para "liberar" España del dominio "extranjero": la Reconquista.

Sabemos que lo que sigue puede escandalizar a muchos que de la historia de su país se han formado una idea homogénea e inatacable. No hay, en realidad, conformismo peor que el de los "inconformistas" de papel-couché; ni nada más correcto, desde el punto de vista de las doctrinas oficiales, que la política de los "políticamente incorrectos".

En efecto, no lo digo yo, sino Ortega y Gasset –padre intelectual de tantos en este país–: "Una Reconquista que dura ocho siglos no es una Reconquista". Verdad de perogrullo que se escamotea por doquier por razones a menudo inconfesables pero que como tantas otras cosas en la historia cumple una función esencial de enmascaramiento de la realidad: la mentira, en general, sirve al Poder y a los que con el Poder se identifican.

La historia no sólo la escriben los vencedores. A menudo la fabrican en sus hechos esenciales para legitimar su dominación no como simple voluntad de poder sino como expresión de una racionalidad que se proyecta en la historia y en la misma historia haya su legitimidad y su razón de ser.

En realidad, los "árabes" no invadieron nunca la península ibérica. Muchos, en efecto, ya habíamos sospechado esta verdad, incluso a costa de soportar los "capones" de aquellos profesores "laicos" de historia y de religión en la escuela pública nacional-católica, fieras peores aún que sus compadres religiosos, puros nudillos de hierro ante las preguntas capciosas e irreverentes. Los capones y los castigos de entonces no doblegaron nuestra voluntad de conocer la verdad entonces. Los silencios y los insultos de ahora tampoco lo lograrán.

Pero fue la magna y escasamente conocida obra de un genial historiador español afincado en Francia, Ignacio Olagüe [1] , la que confirmó mediante una documentación científica abrumadora la imposibilidad material de que tal invasión hubiera existido tal y como nos enseñaron desde nuestra más tierna infancia.

Efectivamente, la imagen dogmáticamente establecida de que apenas veinte mil "caballeros" musulmanes -entre árabes y "moros", es decir, beréberes- lograran someter a un país de varios millones de habitantes, tras vencer en Guadalete a las tropas del último rey godo, Don Rodrigo, es algo que en sí mismo desafía la mente racional de los hombres.

Sin embargo, esta mistificación prevaleció, y todavía sigue imperando, como hecho fundamental o punto de inflexión de la conciencia hispánica a través de los siglos, según la exégesis convencional. Crisis histórica de la existencia nacional a todos los efectos. No podía ser de otro modo.





Para los cronistas árabes posteriores, esta conquista demostraba su poderío y la grandeza de su civilización. Baste pensar que la expansión islámica se produjo en apenas un siglo de forma desbordante, forzando todos los límites geográficos entonces conocidos de oriente y occidente. Identificando Islam y civilización árabe, lo cual no es correcto, aquellos cronistas certificaban un evento tan milagroso como improbable: que el Islam viajara en las grupas victoriosas de un restringido ejercito de nómadas del desierto.

Para los exégetas de la Iglesia Romana en España, el mito de la invasión sarracena les absolvía de explicaciones dolorosas: ¿cómo era posible que la católica España y sus muy católicos habitantes desaparecieran de repente de la historia, excepción hecha de un pequeño reducto guerrero en los picos asturianos? ¿Cómo era posible que de la noche a la mañana la España católico-monárquica se acostara cristiana y se levantara califal y musulmana?

El mito de la invasión "mora" justificaba las conciencias y generaba a su vez un nuevo mito: la Reconquista. Mito que se iba estableciendo no sólo en España sino en el entero occidente con la reforma cluniacense y con su corolario posterior: las Cruzadas.

Reconquista y Cruzada. Conceptos que no hace mucho se entremezclaban en el lenguaje político, histórico y militar de este país. Así, la última cruzada de "liberación", la "nueva reconquista" emprendida por el "generalísimo" para salvar a España de otra "invasión sarracena"... Solo que esta vez el nuevo Don Pelayo venía desde Marruecos y traía muchos más "moros" con él que los que supuestamente acompañaron a Muza y Tarik. Pero esa es otra historia que también se soslaya en los ambientes "nacionales"...

La verdad era muy distinta. Según nos cuenta el mismo Olagüe, la península ibérica se encontraba inmersa en una guerra civil entre partidarios del cristianismo trinitario (católicos) y seguidores del cristianismo unitario (arrianos). Y la clase dirigente, o parte de ella, era sólidamente arriana, por más que esta realidad se haya querido ocultar durante siglos.

Esta lucha entre unitarios y trinitarios no era privativa de España. Recorría por entero el orbe cristiano y provocaba violentas querellas entre partidarios de ambas visiones religiosas, que los Concilios no lograban atenuar.

El Islam, no hace falta señalarlo, es una religión férreamente unitaria. La profesión de fe del musulmán no admite interpretaciones libres: la absoluta unicidad de Dios es su mensaje universal. Dios es Uno y sin asociados. Fuera de Dios no hay ningún dios.

Este mensaje, en el marco de lucha fratricida intercristiana, no podía sino hallar simpatía entre los unitarios españoles, agrupados en la Iglesia Arriana pero presentes también en algunas "sectas heréticas" firmemente arraigadas en el país, como el priscilianismo y el gnosticismo.

Así, de forma imperceptible, el Islam como idea-fuerza iba hallando adeptos entre las clases urbanas descontentas tanto de oriente como de occidente. Del Cristianismo arriano, para el que Jesús es el profeta de Dios pero no es Dios, al Islam, que afirma que Jesús es el penúltimo eslabón en la cadena profética cuyo "sello" final es Mahoma, los pasos se iban progresivamente acortando hasta desaparecer del todo hacia el siglo IX y X.

No fue pues España "convertida" al Islam por una invasión sarracena. Llegó al Islam a través de una forma específica de Cristianismo unitario, donde las complejidades teológicas de la doctrina trinitaria (ininteligible, en toda la extensión de la palabra) desaparecían ante la afirmación solar, meridiana, de una espiritualidad monoteísta pura.

Permanecía el mismo substratum antropológico que desde antes de la presencia romana en la península se ha mantenido prácticamente inalterado, tanto para bien como para mal (y a menudo más para mal que para bien). Y esto derriba también otro mito hispánico de honda raigambre. El de España como crisol de razas.

Para la historia oficial –eclesiástica, casi siempre– era necesario que los "moros" (musulmanes por "naturaleza"...) sustituyeran racialmente a los primitivos pobladores españoles (cristianos desde el útero de los siglos...). En realidad –y ha sido Claudio Sanchez-Albornoz uno de los primeros en afirmarlo– la composición racial de los pueblos peninsulares apenas ha sufrido variaciones significativas a causa de "invasiones" mas o menos extrañas. España ha podido ser romanizada, germanizada o arabizada sin que por ello haya recibido aportaciones étnicas capaces de variar el genius racial en lo sustancial. Por ejemplo, ha sido la península ibérica una de las provincias del imperio romano más importante, material y espiritualmente, sin que tuvieran que ser necesariamente "latinos" sus más conspicuos representantes. Y por cierto, las legiones romanas, una de las más perfectas maquinarias de guerra de la historia, tardaron casi tres siglos en someter a los díscolos españoles, mientras que unos miles de guerreros nómadas "conquistaron" ese mismo territorio en apenas tres años... Curioso.

Nada dice que las elites hispanas buscaran en el antiguo Lacio a sus antepasados como forma de ennoblecer sus orígenes. Así ha sido siempre. El célebre Abderramán reivindicó ante sus competidores hispano-musulmanes su directa ascendencia califal Omeya. Como tantos iraníes de hoy que se vanaglorian con el título de Sayyed, es decir, descendiente del Profeta. O monarcas a sueldo del occidente, que destacan la filiación profética directa de sus dinastías, tan "amigos" ellos de la familias gobernantes en Europa, y se ufanan de su parentesco "alauíta" o "hashemita".

Abderrramán I era, según cuentan las crónicas, de tez clara, ojos azules y cabellos rojizos. Es decir, un tipo racial puramente "nórdico", como tantos otros príncipes y emires andalusíes que, como godos que eran, tenían características étnicas escasamente afines con el arquetipo racial "moro" o "árabe".

También los católicos –incluso los más "villanos"– han rebuscado entre oscuros expedientes su filiación "hidalga" en las montañas cantábricas. Incluso nobles y monarcas –no sólo de España– no han tenido embozo en emparentar con familias judías –conversas o no– presuntamente descendientes de la casa de David, y por ello, "emparentando" con Jesucristo, descendiente a su vez –según sus exegetas– de la sagrada realeza israelita.

Al margen de ello, se ha desarrollado durante la Edad Media en España una de las formas de civilización más peculiares de Occidente en toda su historia: la cultura arábigo-andalusí. Y aunque hoy, dominados aun por la educación nacional-católica, veamos todavía en Abderramán, Ibn Arabí o Averroes tipos específicos de "moros", árabes o africanos, en realidad no son menos "españoles" que un Séneca, un Trajano o un Teodosio.

El "hecho nacional" sigue todavía hoy afirmándose en una "historia patria" manipulada hasta en sus más nimios detalles por una secular mistificación que intenta demostrar la "catolicidad" eterna de esta antigua tierra y la "monárquica y tradicional" unidad de nuestras gentes a pesar de que la realidad es bastante más distinta.

Y si bien la actual estructura administrativa del Estado ha llevado a las "flamantes" autonomías regionales a reinventarse su propia historia "nacional", negando o silenciando la "común" historia nacional-católica española, la mistificación de la historia no ha desaparecido, antes bien se ha "compartimentado" en otras tantas mistificaciones correspondientes a las distintas transferencias autonómicas en materia de educación.

Pero no divaguemos. No es éste un fenómeno privativo de la España autonómica y democrática. En la muy jacobina, laica y centralista Êcole francesa, los enseñantes se limitan a enfatizar a su alumnado (compuesto en muchos casos por senegaleses, argelinos o indochinos, súbditos antaño del orgulloso imperio colonial francés) el "hecho nacional" francés desde "nuestros antepasados, los Galos" (Astérix y Obélix, entre ellos), hasta la "gloriosa resistencia antifascista" del general De Gaulle y otros héroes radiofónicos. Mientras tanto, en nombre de la "pureza" de la escuela pública, las estudiantes de origen musulmán que osen asistir a las clases con la cabeza cubierta por el tradicional pañuelo son fulminantemente expulsadas.

Es la democracia, ¿y hay algo mejor que vivir en democracia?


BIBLOGRAFÍA RECOMENDADA

- Pedro Damián Cano, Al-Andalus: el Islam y los pueblos ibéricos , Sílex, Madrid, 2004.
- Julio Reyes Rubio, Al-Andalus: en busca de la identidad dormida , Ed. Personal, Madrid, 2006.
- Maribel Fierro, Al-Andalus: saberes e intercambios culturales , Icaria, Barcelona, 2001.
- Manuela Marín, Al-Andalus y los andalusíes , Icaria, Barcelona, 2000.
- VV.AA, Américo Castro y la revisión de la memoria. El Islam en España , Libertarias, Madrid, 2003.
- Titus Burckhardt, La civilización hispano-árabe , Alianza, Madrid, 2005.
- Mayte Penelas, La conquista de Al-Andalus , CSIC, Madrid, 2002.
- Luis Molina, Fath al-Andalus (La conquista de Al-Andalus) , CSIC, Madrid, 1994.
- Julio Valdeón Baruque, Cristianos, musulmanes y judíos en la España medieval. De la aceptación al rechazo , Ambito, Valladolid, 2002.
- Angus Macnab, España bajo la Media Luna , Olañeta, Barcelona, 2005.
- Fátima Roldán Castro, Espiritualidad y convivencia en Al-Andalus , Univ. de Huelva, Sevilla, 2006.
- Fátima Roldán Castro, La herencia de Al-Andalus , Fundación El Monte, Sevilla, 2007.
- Emilio González Ferrín, Historia general de Al-Andalus , Almuzara, Córdoba, 2006.
- Rosa María Rodríguez Magda, Inexistente Al-Andalus. De cómo los intelectuales reinventan el Islam , Nobel, Asturias, 2008.
- José Jiménez Lozano, Sobre judíos, moriscos y conversos: convivencia y ruptura de las tres castas, Ambito, Madrid, 2002.

--------------------------------------------------------------------------------
NOTAS.-

[1] Véase Ignacio Olagüe, La revolución islámica en Occidente , Editorial Plurabelle, Córdoba, 2004. (Nota de la Redacción).

No hay comentarios: