El salario de la arrogancia y la venganza
Arno J. Mayer
CounterPunch
08-06-2009
Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens
Israel está en las garras de una especie de esquizofrenia colectiva. No sólo sus gobernantes sino la mayoría de la población judía albergan falsas ilusiones tanto de grandeza como de persecución, que llevan a una distorsión de la realidad y a una conducta incongruente. Los judíos israelíes se ven y se representan como un pueblo elegido y parte de una civilización occidental superior. Se consideran más cerebrales, razonables, y dinámicos que árabes y musulmanes en general, y palestinos en particular. Al mismo tiempo se sienten como la máxima encarnación del singular sufrimiento del pueblo judío a través de los tiempos, víctimas todavía de constante inseguridad y desamparo ante la amenaza eterna de castigo extremo e inmerecido.
Una psique semejante lleva a la arrogancia y al ansia de venganza, esta última como reacción al perpetuo tormento judío que se dice habría culminado, como por un propósito directivo, en el Holocausto. Recordar la Shoah es el Undécimo Mandamiento de Israel y central en la religión civil y en la percepción del mundo de la nación. La familia, la escuela, la sinagoga, y la cultura oficial propagan su narrativa preceptiva, descontextualizada y cargada de etnocentrismo. La vuelta a memorizar de la victimización es ritualizada en Yom Ha Shoah [el Día del Holocausto] e institucionalizada en Yad Vashem.
Israel utiliza el Holocausto para conjurar el espectro de un peligro existencial eterno, utilizado a su vez para justificar su Estado bélico y su inflexible diplomacia. Al presentarse permanentemente como el David bíblico, imposiblemente vulnerable que enfrenta al Goliat islámico, Israel insiste en que todas sus guerras y operaciones punitivas a través de las fronteras son estrictamente defensivas, preventivas, o profilácticas. Sin embargo, sus dirigentes, muchos de ellos altos oficiales en retiro de las fuerzas armadas y de los servicios de inteligencia, atribuyen las hazañas de los militares a armas avanzadas, a estrategas ejemplares, y a soldados-ciudadanos singularmente imbuidos de principios de las formidables “Fuerzas de Defensa” del país, una de las más poderosas maquinarias bélicas del mundo.
Esta auto-congratulación omite la debilidad del “otro” enemigo mientras exagera ampliamente la innata fuerza de Israel hasta el punto de atrofiar el juicio y la acción. Sin el enorme y prácticamente incondicional apoyo financiero, militar y diplomático de EE.UU. y de la Unión Europea, Israel sería un pequeño Estado nación corriente de Oriente Próximo, no una anómala súper-potencia regional. A pesar de ese respaldo extranjero verdaderamente atípico (para no mencionar el de la diáspora global), el Estado judío logra sólo victorias pírricas, porque no puede realzar significativamente su posición estratégica y política en el Gran Oriente Próximo – excepto en el tiempo ganado para la ulterior consolidación y expansión de sus “hechos en el terreno” encarnizadamente disputados en Cisjordania, Jerusalén y en el Golán.
Aunque sus dirigentes evitan decirlo en público, Israel no quiere la paz, o un acuerdo global permanente, excepto si se basa en sus propias condiciones. No lo expresan en público, ya que supone la rendición incondicional del enemigo, incluso una sumisión permanente. En lugar de hacerlo siguen culpando a los palestinos por un estado de guerra crónico que conlleva que Israel se ponga continuamente en peligro y se militarice. La premisa estratégica subyacente de esa política es la necesidad de impedir todo cambio significativo en el equilibrio del poder en el Oeste de Asia.
Pero posiblemente haya otro motivo menos engañoso para su desdeño de toda acomodación o negociación: debido a su historia de exilio y deseo de autogobierno político, los judíos y sus sabios podrían ser insuficientemente conscientes de la teoría y práctica del arte del gobierno soberano. Hay que reconocer que después de 1945 los dirigentes de muchos de los nuevos Estados de los mundos post-coloniales sufrían la misma ignorancia. A diferencia de la mayoría, sin embargo, la clase política y los pensadores de Israel valoran su profunda conexión con Occidente, incluyendo su patrimonio filosófico e intelectual, hasta el punto de colocar la admisión a la Unión Europea por sobre el acercamiento al mundo árabe/musulmán. Sin embargo, no parecen ser versados en las ideas de personas como Maquiavelo y Clausewitz. Respectivamente teóricos de la política y de la guerra, ambos plantean enfáticamente la moderación por sobre el desenfreno. Maquiavelo coloca la ‘virtú’ al centro de su fórmula para el uso del poder y la fuerza. No la interpreta, sin embargo como un principio moral – como virtud – sino como una norma para la prudencia, la flexibilidad, y un sentido de límites sobrios en la política del poder.
Clausewitz teoriza la guerra limitada para objetivos bien definidos y negociables, la disposición al compromiso que varía en una ratio inversa a los objetivos y demandas del vencedor. Advierte sobre todo contra la guerra “absoluta” en la cual se dejan de lado el intelecto, la razón y el juicio. Aunque él y Maquiavelo toman en cuenta la interpretación de la interpenetración de la política interior e internacional, ambos las conciben como dos esferas distinguibles. En Israel, prevalece la política interior, con poca preocupación por la razón de la política internacional.
Estas perspectivas son particularmente relevantes para los Estados pequeños. Pero cegados por su exitoso desafío de los límites y las leyes, los dirigentes ven a su país de siete millones de habitantes (más de un 20% no judíos, en su mayoría árabes) como si fuera una gran potencia a fuerza de sus sobredimensionadas fuerzas armadas y su industria de armamentos. Se engañan al suponer que el apoyo del mundo occidental para sus hipertrofiadas fuerzas armadas sea irreversible. Pervirtiendo la ‘virtú’ lanzan expediciones militares casi absolutas contra la resistencia radical palestina. También consideran ataques al resurgente Irán con los aviones más modernos hechos y financiados por EE.UU., con pilotos israelíes certificados en EE.UU. Tampoco duda Tel Aviv al enviar misiones militares, técnicas y de “inteligencia” encubierta, así como armas, a numerosas naciones en Oriente Próximo, ex parte de la esfera soviética, África, Asia y Latinoamérica, frecuentemente de acuerdo con Washington.
El terror estatal forma parte integral de las últimas armas y tácticas con las que las fuerzas de Israel enfrentan a los combatientes de la resistencia palestina. Por supuesto estos últimos también recurren al terror, sello distintivo de la guerra asimétrica. Pero el que siembra el viento y cosecha la tempestad es Israel. Un interminable ciclo cruento de venganza, impulsado por choques de las fuerzas demasiado seguras de sí mismas, sofisticadas y regulares de Israel contra fuerzas paramilitares inexpertas e irregulares, intensifica aún más la desconfianza entre israelíes y palestinos, incluidos los árabes israelíes, en su mayoría musulmanes.
Aunque tienen el propósito de quebrantar la voluntad de las milicias armadas infligiendo un dolor insoportable a la sociedad anfitriona, como en el Líbano y en Gaza, el daño colateral de las campañas de “choque y pavor” de Israel sólo sirve para avivar la furia vengadora de los que carecen de poder.
Desde la fundación de Israel, el “gran pecado por omisión” del sionismo ha sido que no se haya buscado el entendimiento y la cooperación árabe-judía (Judah Magnes). En cada importante oportunidad desde 1947-1948, Israel ha tenido la ventaja en el conflicto con los palestinos con su predominio al mismo tiempo militar, diplomático y económico. Esa prepotencia se hizo especialmente pronunciada después de la Guerra de Seis Días de 1967. Hay que considerar las anexiones y asentamientos, la ocupación y la ley marcial, los pogromos y expropiaciones de los colonos, los cruces de fronteras y puntos de control, los muros y las carreteras segregadas. No menos mortificante para los palestinos ha sido la cantidad desproporcionadamente grande de civiles muertos y heridos, y los cerca de 10.000 que languidecen en prisiones israelíes.
A pesar de la reciente ignominia de la Operación Plomo Fundido en Gaza, la clase gobernante y dominante de Israel sigue mostrándose imperiosa. Sin embargo, crece la evidencia de que las fuerzas armadas del país están cada vez peor adaptadas a librar la actual guerra irregular descentralizada, mientras su política exterior es cada vez más incoherente y prisionera de las miras estrechas de políticas partidarias que compiten en su intransigencia. Geopolíticamente inestable en su relación con Washington es batida por los mismos fuertes vientos que ahora zarandean el centro y la periferia del imperio estadounidense.
A pesar de ello, envalentonados por armas de punta convencionales y no convencionales, los gobernantes de Israel, desdeñosos hacia la minúscula y comatosa oposición de izquierda en la Knesset [parlamento] y en el país en general, prometen que se aferrarán a la mayor parte del archipiélago de asentamientos y a todo Jerusalén. Prometen de la boca para afuera que están a favor de la solución de dos Estados, pero todo lo que están dispuestos a conceder a los palestinos es un pseudo-Estado abarrotado, con mínima soberanía y Gaza separada de Cisjordania. Si se les presiona podrían estar de acuerdo con un túnel de 50 kilómetros bajo tierra soberana israelí para establecer una contigüidad artificial entre Cisjordania fragmentada y la cercada Franja de Gaza. Pero se proponen controlar todas las fronteras terrestres y marítimas así como el espacio aéreo y las frecuencias electromagnéticas.
Mientras tanto Israel sigue aprovechando las divisiones mutuamente destructivas de la nación palestina y las discordias en el mundo árabe-musulmán. Sus dirigentes temen sobre todo una reconciliación de las dos principales facciones palestinas, Hamás y Fatah; un gobierno de unidad palestino; y una entente cordiale de los Estados árabes, cuyas propuestas de paz, iniciadas por Arabia Saudí en 2002, consideran destinadas a la ruina. El último espíritu maligno es el no-árabe y chií Irán. Si el poder político y la influencia ideológica de Teherán causaran temor en los así llamados Estados árabes en particular en Egipto, Arabia Saudí, y Siria, podrían unirse todos tras la traicionera propuesta de paz árabe. Es muy probable que un tal giro llevara a Irán a aumentar su apoyo al Islam político radical en todo el Gran Oriente Próximo, incluido Hezbolá en el Líbano, Hamás en toda Palestina, y a los talibanes y al Qaeda en Afganistán y Pakistán. Si Israel respondiera sólo con la acostumbrada truculencia, seguiría navegando peligrosamente entre los cada vez más inseguros y desorientados antiguos regímenes del mundo árabe/musulmán y un creciente malestar político cuyos impulsos son tanto seculares como religiosos.
Mientras el país se aferra a la seguridad nacional – y percibe a Irán como la última, e inminente, amenaza existencial – en otros sitios se percibe ampliamente que Israel se encuentra en rápida erosión de lo que queda de su particular capital moral y prestigio internacional. Hay más y más llamados a boicots, embargos, desinversiones, sanciones y procesamientos, mientras los medios otorgan finalmente más espacio y tiempo a voces analíticas y críticas. Dejar de lado o denunciar esta creciente censura de las políticas de Israel como si fuera una expresión del renacimiento del antiguo antisemitismo – supuestamente alentado y legitimado por los desvaríos de judíos que se odian a sí mismos – significa que los árboles no dejan ver el bosque. Lo mismo vale para la disposición de los dirigentes de Israel de estigmatizar a los principales dirigentes contrarios – Nasser, Arafat, Sadam Husein, Ahmadineyad – como si fueran Hitler redivivo.
Pero los viejos reflejos siguen existiendo, y la perspectiva de un Irán nuclear e islamista del que se dice que busca la hegemonía regional los mantiene vivos. Con una población de 70 millones y cerca de un 15% de las reservas probadas de petróleo y gas natural del mundo, Irán es, ciertamente, un Estado a considerar: tiene una larga historia, una fuerte conciencia nacional, y una creciente clase media educada. Sus misiles en dos etapas, con combustible sólido, son capaces de llevar ojivas convencionales y no convencionales a una distancia entre 1.500 y 2.000 kilómetros.
En lugar de sumarse a los que buscan caminos diplomáticos para reconfigurar el equilibrio del poder regional, Israel propugna un embargo económico generalizado de Irán respaldado por la amenaza de ataques aéreos. El objetivo de los partidarios de la línea dura: provocar un cambio de régimen mediante una revolución de color fomentada en secreto por EE.UU. e Israel. Advierten que Tel Aviv cumplirá su amenaza de ataques aéreos contra instalaciones nucleares de Irán para retardar o impedir su desarrollo del arma máxima. Incluso respetados políticos e intelectuales públicos juran que in extremis Israel atacará sin aprobación de Washington, confiado en que EE.UU. no tendrá otra alternativa que suministrar cobertura militar y diplomática, tanto más ahora cuando Israel puede utilizar cinco bases militares de EE.UU. en Tierra Santa como medio de chantaje.
En marzo de 2009, Barack Obama y Shimon Peres saludaron al pueblo y al gobierno iraníes en ocasión de Noruz, el comienzo del año nuevo persa. Obama subrayó la “humanidad común que nos une” e insistió en que es de interés para ambos países que “Irán tome el sitio que le corresponde en la comunidad de naciones.” Peres afectó una nota totalmente diferente. Instó a los iraníes a recuperar su “sitio digno entre las naciones del mundo ilustrado” mientras describía las condiciones en su país: “Hay mucho desempleo, corrupción, mucha droga, y descontento generalizado. No podéis alimentar a vuestros hijos con uranio enriquecido, necesitan un verdadero desayuno. No puede ser que el dinero se invierta en uranio enriquecido y que se diga a los niños que sigan estando un poco hambrientos, un poco ignorantes. Los niños de Irán sufren sólo porque “un puñado de fanáticos religiosos toman el peor camino posible.” En lugar de escuchar al presidente Ahmadineyad, quien en 2006 cuestionó el Holocausto, la ciudadanía debería “derrocar a esos dirigentes… quienes no sirven al pueblo.” Además, “aunque están destruyendo a su [propio] pueblo, no nos destruirán a nosotros.” Las acusaciones son abundantes. Incluso ahora la independencia del aparato judicial israelí está comprometida, el laicismo pierde terreno, la xenofobia es rampante y, todavía y siempre, la minoría palestina es reducida a ser una ciudadanía de segunda clase. Al blandir la amenaza iraní, la clase política, dividida en facciones pero consensual, de Israel, simplemente perpetúa su régimen mediante el miedo que, según Montesquieu, planta las semillas del despotismo.
Los israelíes tienen que preguntarse si hay un punto más allá del cual la cruzada sionista se hace contraproducente por peligrosa, corrompedora y degradante. Aunque el judeocidio marca el nadir de la historia del pueblo judío, no es su momento y experiencia definidores. El mitologizado exilio milenario del pueblo judío no fue otra cosa que un implacable período oscuro: hubo una vida judía vital antes de la Shoah, y se reinició con toda su fuerza después de 1945, tanto en Israel como en la diáspora. No es profanar el Holocausto ni desecrar la memoria de sus 5 a 6 millones de víctimas si se recuerda que forman parte de más de 70 millones muertos durante la Segunda Guerra Mundial, unos 45 millones de ellos civiles. Es simplemente señalar que la catástrofe judía estuvo inextricablemente ligada a la guerra más asesina y cruel de la historia de la humanidad, una guerra singularmente feroz por sus furias típicas de cruzadas, y no por una narrativa divina sobre los judíos.
El Gran Oriente Próximo es un caldero hirviente de conflictos internos e internacionales. Todas las naciones de ese espacio geopolítico eternamente disputado tendrán que ajustarse a la emergencia de un sistema mundial multipolar y a la consecuente decadencia del imperio estadounidense. Ese gran cambio en la política internacional que se acelera coincide con la globalización precipitada de la economía, las finanzas y la ciencia, que subvierte las economías nacionales mientras promueve simultáneamente un nuevo mercantilismo cuyos términos son fijados por un nuevo concierto de Grandes Potencias.
Los dirigentes de Israel se encuentran ante una encrucijada: o se mantienen firmes y son obligados a una realidad geopolítica reconfigurada que no pueden burlar mediante la astucia o dominar, o se deciden por su propia cuenta a calmar su arrogancia y frenar su tendencia a la venganza. ¿Qué debieran preferir en un momento en el que la sociedad israelí enfrenta una disminución de la inmigración judía, un aumento de la emigración judía e israelí, y un aumento en la evasión del servicio militar (para no hablar de cómo esta desilusión pueda estar afectando la fuerte tendencia a la asimilación y a los matrimonios mixtos en la diáspora)?
Para comenzar, los gobernadores y los intelectuales públicos de Israel deberían repensar las premisas, objetivos y estrategias fundamentales de las políticas seguidas desde 1948. Harían bien en recordar una de las primeras ideas de Teodoro Herzl: a cambio de una comunidad judía que sirviera como “un puesto avanzado de la civilización contra la barbarie” en Palestina, que era considerada como un vínculo en el “baluarte contra Asia de Europa,” las Grandes Potencias garantizarían su existencia como “Estado neutral.” Sin duda, incluso para la mayoría de los judíos israelíes, el tosco orientalismo de esta visión está pasado de moda. Pero la noción de un Estado neutral no debiera ser descartada a la ligera. El presente Estado guarnición no está a punto de convertirse, como imaginaba Herzl, en “una luz entre las naciones” y mucho menos de la diáspora.
Luego, podrían aceptar que las naciones pequeñas no tienen la prerrogativa de hablar fuerte y blandir un gran garrote, y que siguen tentando al destino al mantener obstinadamente el camino nuclear de Israel. Ese desafío sólo puede aumentar los peligros de proliferación nuclear en Oriente Próximo y Asia Central ante el cual Israel no será inmune. Arriesgar la seguridad y la supervivencia de un pequeño país sobre la base de una ventaja momentánea en tecnología avanzada en ojivas, aviones, drones teledirigidos, bombas de racimo y armas cibernéticas es, una vez más, una ilusión. Es inevitable que Irán y otros Estados desafíen su arrogancia, exponiendo al hacerlo a toda la región a la impensable doctrina de la destrucción mutuamente asegurada basada en que tanto atacante como defensor tengan un disuasivo infalible en la forma de una capacidad para un segundo golpe nuclear o químico-biológico. Pero Irán tiene dos bazas adicionales: un punto de apoyo cerca de la entrada norte al estrecho de Ormuz, el nudo energético más vital del mundo; y una proximidad geopolítica crítica a Iraq, Afganistán y Pakistán.
En lugar de encabezar la embestida nuclear y biológica regional, Israel debería hacer un llamado por un Oriente Próximo libre de armas nucleares, junto con el anuncio de una importante reducción de su propio sobredimensionado arsenal atómico y de su industria de armamentos, que son ambos contraproducentes y provocativos. Tangible y simbólica, una reducción semejante podría ser combinada con una señal de que Israel está dispuesto a discutir seriamente el problema de los refugiados palestinos. Podría tomar la forma de una expresión de remordimiento y de que se asuma una responsabilidad moral parcial por el éxodo de más de 700.000 palestinos árabes entre 1947 y 1949 y de que se establezca un esfuerzo internacional para reparar el daño en la forma de reparaciones en línea con la Resolución 194 de la Asamblea General de la ONU (Artículo 11).
Después de la sangrienta y destructiva invasión, una conferencia de donantes reunió unos 4.500 millones de dólares para la ayuda y la reconstrucción de Gaza. Aunque la mayor parte de la ayuda fue prometida por los Estados árabes, encabezados por Arabia Saudí, EE.UU. comprometió 900 millones de dólares para la Autoridad Palestina y 300 millones de ayuda para Gaza. ¿Y si esas sumas hubieran sido reunidas anteriormente? Si hubiesen sido invertidas en reparaciones, destacadas como medida de desarrollo de confianza, la región podría haberse librado de las incursiones políticamente tóxicas y letales desde el punto de vista humano en el Líbano y Gaza.
Iniciativas de este tipo, secundadas por otras naciones, podrían ser pasos preliminares para que Israel finalmente especifique líneas de base para un acuerdo negociado de seguridad, fronteras, asentamientos, Jerusalén, lugares santos, y recursos acuáticos. Un cambio y una agenda semejantes significarían la renuncia al inveterado intento de llegar al río Jordán y de basarse en la estrategia de la Cortina de Hierro de los partidarios seculares y religiosos de la línea dura. La busca de la reconciliación y del ajuste con la inquieta clase política palestina, nerviosos regímenes árabes, y el turbulento mundo islámico significa abandonar el sionismo marcial y cerrado al estilo de Josué de Weizmann, Jabotinsky, Ben-Gurion, Begin, Netanyahu, y Barak. Necesitaría y posibilitaría una recuperación del reprimido sionismo humanista y abierto al estilo de Isaías de Ahad Haam, Martin Buber, Judah Magnes, Ernst Simon, y Yeshayahu Leibowitz sea para dos Estados desmilitarizados o para un solo Estado binacional de dos pueblos con fronteras abiertas, la separación de la religión y el Estado, derechos civiles y sociales universales, y una reciprocidad cultural ecuménicamente informada. La lechuza de Minerva extiende sus alas sólo al anochecer para protagonistas políticos así como para filósofos. Los dirigentes de Israel, al reflexionar de modo más crítico sobre la creencia de Herzl en un mecenas imperial, deben comprender las implicaciones de la incipiente decadencia del imperio estadounidense para el futuro de Israel. Paradójicamente, es probable que la disminución de la hegemonía de Washington en el Gran Oriente Próximo corrija el orgullo de Israel y dé nuevas esperanzas a un sionismo ilustrado y cosmopolita, por difícil que sea. Pero en la medida en que EE.UU. combata encarnizadamente su decadencia, es más probable que la elite del poder de Israel siga mostrándose implacable, con todos los riesgos y peligros que representa para su propio país y la diáspora.
……… Arno J Mayer es profesor emérito de historia en la Universidad Princeton. Es autor de: “ The Furies: Violence and Terror in the French and Russian Revolutions” y de “Plowshares Into Swords: From Zionism to Israel” (Verso).
http://www.counterpunch.org/mayer06042009.html
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Arno J. Mayer
CounterPunch
08-06-2009
Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens
Israel está en las garras de una especie de esquizofrenia colectiva. No sólo sus gobernantes sino la mayoría de la población judía albergan falsas ilusiones tanto de grandeza como de persecución, que llevan a una distorsión de la realidad y a una conducta incongruente. Los judíos israelíes se ven y se representan como un pueblo elegido y parte de una civilización occidental superior. Se consideran más cerebrales, razonables, y dinámicos que árabes y musulmanes en general, y palestinos en particular. Al mismo tiempo se sienten como la máxima encarnación del singular sufrimiento del pueblo judío a través de los tiempos, víctimas todavía de constante inseguridad y desamparo ante la amenaza eterna de castigo extremo e inmerecido.
Una psique semejante lleva a la arrogancia y al ansia de venganza, esta última como reacción al perpetuo tormento judío que se dice habría culminado, como por un propósito directivo, en el Holocausto. Recordar la Shoah es el Undécimo Mandamiento de Israel y central en la religión civil y en la percepción del mundo de la nación. La familia, la escuela, la sinagoga, y la cultura oficial propagan su narrativa preceptiva, descontextualizada y cargada de etnocentrismo. La vuelta a memorizar de la victimización es ritualizada en Yom Ha Shoah [el Día del Holocausto] e institucionalizada en Yad Vashem.
Israel utiliza el Holocausto para conjurar el espectro de un peligro existencial eterno, utilizado a su vez para justificar su Estado bélico y su inflexible diplomacia. Al presentarse permanentemente como el David bíblico, imposiblemente vulnerable que enfrenta al Goliat islámico, Israel insiste en que todas sus guerras y operaciones punitivas a través de las fronteras son estrictamente defensivas, preventivas, o profilácticas. Sin embargo, sus dirigentes, muchos de ellos altos oficiales en retiro de las fuerzas armadas y de los servicios de inteligencia, atribuyen las hazañas de los militares a armas avanzadas, a estrategas ejemplares, y a soldados-ciudadanos singularmente imbuidos de principios de las formidables “Fuerzas de Defensa” del país, una de las más poderosas maquinarias bélicas del mundo.
Esta auto-congratulación omite la debilidad del “otro” enemigo mientras exagera ampliamente la innata fuerza de Israel hasta el punto de atrofiar el juicio y la acción. Sin el enorme y prácticamente incondicional apoyo financiero, militar y diplomático de EE.UU. y de la Unión Europea, Israel sería un pequeño Estado nación corriente de Oriente Próximo, no una anómala súper-potencia regional. A pesar de ese respaldo extranjero verdaderamente atípico (para no mencionar el de la diáspora global), el Estado judío logra sólo victorias pírricas, porque no puede realzar significativamente su posición estratégica y política en el Gran Oriente Próximo – excepto en el tiempo ganado para la ulterior consolidación y expansión de sus “hechos en el terreno” encarnizadamente disputados en Cisjordania, Jerusalén y en el Golán.
Aunque sus dirigentes evitan decirlo en público, Israel no quiere la paz, o un acuerdo global permanente, excepto si se basa en sus propias condiciones. No lo expresan en público, ya que supone la rendición incondicional del enemigo, incluso una sumisión permanente. En lugar de hacerlo siguen culpando a los palestinos por un estado de guerra crónico que conlleva que Israel se ponga continuamente en peligro y se militarice. La premisa estratégica subyacente de esa política es la necesidad de impedir todo cambio significativo en el equilibrio del poder en el Oeste de Asia.
Pero posiblemente haya otro motivo menos engañoso para su desdeño de toda acomodación o negociación: debido a su historia de exilio y deseo de autogobierno político, los judíos y sus sabios podrían ser insuficientemente conscientes de la teoría y práctica del arte del gobierno soberano. Hay que reconocer que después de 1945 los dirigentes de muchos de los nuevos Estados de los mundos post-coloniales sufrían la misma ignorancia. A diferencia de la mayoría, sin embargo, la clase política y los pensadores de Israel valoran su profunda conexión con Occidente, incluyendo su patrimonio filosófico e intelectual, hasta el punto de colocar la admisión a la Unión Europea por sobre el acercamiento al mundo árabe/musulmán. Sin embargo, no parecen ser versados en las ideas de personas como Maquiavelo y Clausewitz. Respectivamente teóricos de la política y de la guerra, ambos plantean enfáticamente la moderación por sobre el desenfreno. Maquiavelo coloca la ‘virtú’ al centro de su fórmula para el uso del poder y la fuerza. No la interpreta, sin embargo como un principio moral – como virtud – sino como una norma para la prudencia, la flexibilidad, y un sentido de límites sobrios en la política del poder.
Clausewitz teoriza la guerra limitada para objetivos bien definidos y negociables, la disposición al compromiso que varía en una ratio inversa a los objetivos y demandas del vencedor. Advierte sobre todo contra la guerra “absoluta” en la cual se dejan de lado el intelecto, la razón y el juicio. Aunque él y Maquiavelo toman en cuenta la interpretación de la interpenetración de la política interior e internacional, ambos las conciben como dos esferas distinguibles. En Israel, prevalece la política interior, con poca preocupación por la razón de la política internacional.
Estas perspectivas son particularmente relevantes para los Estados pequeños. Pero cegados por su exitoso desafío de los límites y las leyes, los dirigentes ven a su país de siete millones de habitantes (más de un 20% no judíos, en su mayoría árabes) como si fuera una gran potencia a fuerza de sus sobredimensionadas fuerzas armadas y su industria de armamentos. Se engañan al suponer que el apoyo del mundo occidental para sus hipertrofiadas fuerzas armadas sea irreversible. Pervirtiendo la ‘virtú’ lanzan expediciones militares casi absolutas contra la resistencia radical palestina. También consideran ataques al resurgente Irán con los aviones más modernos hechos y financiados por EE.UU., con pilotos israelíes certificados en EE.UU. Tampoco duda Tel Aviv al enviar misiones militares, técnicas y de “inteligencia” encubierta, así como armas, a numerosas naciones en Oriente Próximo, ex parte de la esfera soviética, África, Asia y Latinoamérica, frecuentemente de acuerdo con Washington.
El terror estatal forma parte integral de las últimas armas y tácticas con las que las fuerzas de Israel enfrentan a los combatientes de la resistencia palestina. Por supuesto estos últimos también recurren al terror, sello distintivo de la guerra asimétrica. Pero el que siembra el viento y cosecha la tempestad es Israel. Un interminable ciclo cruento de venganza, impulsado por choques de las fuerzas demasiado seguras de sí mismas, sofisticadas y regulares de Israel contra fuerzas paramilitares inexpertas e irregulares, intensifica aún más la desconfianza entre israelíes y palestinos, incluidos los árabes israelíes, en su mayoría musulmanes.
Aunque tienen el propósito de quebrantar la voluntad de las milicias armadas infligiendo un dolor insoportable a la sociedad anfitriona, como en el Líbano y en Gaza, el daño colateral de las campañas de “choque y pavor” de Israel sólo sirve para avivar la furia vengadora de los que carecen de poder.
Desde la fundación de Israel, el “gran pecado por omisión” del sionismo ha sido que no se haya buscado el entendimiento y la cooperación árabe-judía (Judah Magnes). En cada importante oportunidad desde 1947-1948, Israel ha tenido la ventaja en el conflicto con los palestinos con su predominio al mismo tiempo militar, diplomático y económico. Esa prepotencia se hizo especialmente pronunciada después de la Guerra de Seis Días de 1967. Hay que considerar las anexiones y asentamientos, la ocupación y la ley marcial, los pogromos y expropiaciones de los colonos, los cruces de fronteras y puntos de control, los muros y las carreteras segregadas. No menos mortificante para los palestinos ha sido la cantidad desproporcionadamente grande de civiles muertos y heridos, y los cerca de 10.000 que languidecen en prisiones israelíes.
A pesar de la reciente ignominia de la Operación Plomo Fundido en Gaza, la clase gobernante y dominante de Israel sigue mostrándose imperiosa. Sin embargo, crece la evidencia de que las fuerzas armadas del país están cada vez peor adaptadas a librar la actual guerra irregular descentralizada, mientras su política exterior es cada vez más incoherente y prisionera de las miras estrechas de políticas partidarias que compiten en su intransigencia. Geopolíticamente inestable en su relación con Washington es batida por los mismos fuertes vientos que ahora zarandean el centro y la periferia del imperio estadounidense.
A pesar de ello, envalentonados por armas de punta convencionales y no convencionales, los gobernantes de Israel, desdeñosos hacia la minúscula y comatosa oposición de izquierda en la Knesset [parlamento] y en el país en general, prometen que se aferrarán a la mayor parte del archipiélago de asentamientos y a todo Jerusalén. Prometen de la boca para afuera que están a favor de la solución de dos Estados, pero todo lo que están dispuestos a conceder a los palestinos es un pseudo-Estado abarrotado, con mínima soberanía y Gaza separada de Cisjordania. Si se les presiona podrían estar de acuerdo con un túnel de 50 kilómetros bajo tierra soberana israelí para establecer una contigüidad artificial entre Cisjordania fragmentada y la cercada Franja de Gaza. Pero se proponen controlar todas las fronteras terrestres y marítimas así como el espacio aéreo y las frecuencias electromagnéticas.
Mientras tanto Israel sigue aprovechando las divisiones mutuamente destructivas de la nación palestina y las discordias en el mundo árabe-musulmán. Sus dirigentes temen sobre todo una reconciliación de las dos principales facciones palestinas, Hamás y Fatah; un gobierno de unidad palestino; y una entente cordiale de los Estados árabes, cuyas propuestas de paz, iniciadas por Arabia Saudí en 2002, consideran destinadas a la ruina. El último espíritu maligno es el no-árabe y chií Irán. Si el poder político y la influencia ideológica de Teherán causaran temor en los así llamados Estados árabes en particular en Egipto, Arabia Saudí, y Siria, podrían unirse todos tras la traicionera propuesta de paz árabe. Es muy probable que un tal giro llevara a Irán a aumentar su apoyo al Islam político radical en todo el Gran Oriente Próximo, incluido Hezbolá en el Líbano, Hamás en toda Palestina, y a los talibanes y al Qaeda en Afganistán y Pakistán. Si Israel respondiera sólo con la acostumbrada truculencia, seguiría navegando peligrosamente entre los cada vez más inseguros y desorientados antiguos regímenes del mundo árabe/musulmán y un creciente malestar político cuyos impulsos son tanto seculares como religiosos.
Mientras el país se aferra a la seguridad nacional – y percibe a Irán como la última, e inminente, amenaza existencial – en otros sitios se percibe ampliamente que Israel se encuentra en rápida erosión de lo que queda de su particular capital moral y prestigio internacional. Hay más y más llamados a boicots, embargos, desinversiones, sanciones y procesamientos, mientras los medios otorgan finalmente más espacio y tiempo a voces analíticas y críticas. Dejar de lado o denunciar esta creciente censura de las políticas de Israel como si fuera una expresión del renacimiento del antiguo antisemitismo – supuestamente alentado y legitimado por los desvaríos de judíos que se odian a sí mismos – significa que los árboles no dejan ver el bosque. Lo mismo vale para la disposición de los dirigentes de Israel de estigmatizar a los principales dirigentes contrarios – Nasser, Arafat, Sadam Husein, Ahmadineyad – como si fueran Hitler redivivo.
Pero los viejos reflejos siguen existiendo, y la perspectiva de un Irán nuclear e islamista del que se dice que busca la hegemonía regional los mantiene vivos. Con una población de 70 millones y cerca de un 15% de las reservas probadas de petróleo y gas natural del mundo, Irán es, ciertamente, un Estado a considerar: tiene una larga historia, una fuerte conciencia nacional, y una creciente clase media educada. Sus misiles en dos etapas, con combustible sólido, son capaces de llevar ojivas convencionales y no convencionales a una distancia entre 1.500 y 2.000 kilómetros.
En lugar de sumarse a los que buscan caminos diplomáticos para reconfigurar el equilibrio del poder regional, Israel propugna un embargo económico generalizado de Irán respaldado por la amenaza de ataques aéreos. El objetivo de los partidarios de la línea dura: provocar un cambio de régimen mediante una revolución de color fomentada en secreto por EE.UU. e Israel. Advierten que Tel Aviv cumplirá su amenaza de ataques aéreos contra instalaciones nucleares de Irán para retardar o impedir su desarrollo del arma máxima. Incluso respetados políticos e intelectuales públicos juran que in extremis Israel atacará sin aprobación de Washington, confiado en que EE.UU. no tendrá otra alternativa que suministrar cobertura militar y diplomática, tanto más ahora cuando Israel puede utilizar cinco bases militares de EE.UU. en Tierra Santa como medio de chantaje.
En marzo de 2009, Barack Obama y Shimon Peres saludaron al pueblo y al gobierno iraníes en ocasión de Noruz, el comienzo del año nuevo persa. Obama subrayó la “humanidad común que nos une” e insistió en que es de interés para ambos países que “Irán tome el sitio que le corresponde en la comunidad de naciones.” Peres afectó una nota totalmente diferente. Instó a los iraníes a recuperar su “sitio digno entre las naciones del mundo ilustrado” mientras describía las condiciones en su país: “Hay mucho desempleo, corrupción, mucha droga, y descontento generalizado. No podéis alimentar a vuestros hijos con uranio enriquecido, necesitan un verdadero desayuno. No puede ser que el dinero se invierta en uranio enriquecido y que se diga a los niños que sigan estando un poco hambrientos, un poco ignorantes. Los niños de Irán sufren sólo porque “un puñado de fanáticos religiosos toman el peor camino posible.” En lugar de escuchar al presidente Ahmadineyad, quien en 2006 cuestionó el Holocausto, la ciudadanía debería “derrocar a esos dirigentes… quienes no sirven al pueblo.” Además, “aunque están destruyendo a su [propio] pueblo, no nos destruirán a nosotros.” Las acusaciones son abundantes. Incluso ahora la independencia del aparato judicial israelí está comprometida, el laicismo pierde terreno, la xenofobia es rampante y, todavía y siempre, la minoría palestina es reducida a ser una ciudadanía de segunda clase. Al blandir la amenaza iraní, la clase política, dividida en facciones pero consensual, de Israel, simplemente perpetúa su régimen mediante el miedo que, según Montesquieu, planta las semillas del despotismo.
Los israelíes tienen que preguntarse si hay un punto más allá del cual la cruzada sionista se hace contraproducente por peligrosa, corrompedora y degradante. Aunque el judeocidio marca el nadir de la historia del pueblo judío, no es su momento y experiencia definidores. El mitologizado exilio milenario del pueblo judío no fue otra cosa que un implacable período oscuro: hubo una vida judía vital antes de la Shoah, y se reinició con toda su fuerza después de 1945, tanto en Israel como en la diáspora. No es profanar el Holocausto ni desecrar la memoria de sus 5 a 6 millones de víctimas si se recuerda que forman parte de más de 70 millones muertos durante la Segunda Guerra Mundial, unos 45 millones de ellos civiles. Es simplemente señalar que la catástrofe judía estuvo inextricablemente ligada a la guerra más asesina y cruel de la historia de la humanidad, una guerra singularmente feroz por sus furias típicas de cruzadas, y no por una narrativa divina sobre los judíos.
El Gran Oriente Próximo es un caldero hirviente de conflictos internos e internacionales. Todas las naciones de ese espacio geopolítico eternamente disputado tendrán que ajustarse a la emergencia de un sistema mundial multipolar y a la consecuente decadencia del imperio estadounidense. Ese gran cambio en la política internacional que se acelera coincide con la globalización precipitada de la economía, las finanzas y la ciencia, que subvierte las economías nacionales mientras promueve simultáneamente un nuevo mercantilismo cuyos términos son fijados por un nuevo concierto de Grandes Potencias.
Los dirigentes de Israel se encuentran ante una encrucijada: o se mantienen firmes y son obligados a una realidad geopolítica reconfigurada que no pueden burlar mediante la astucia o dominar, o se deciden por su propia cuenta a calmar su arrogancia y frenar su tendencia a la venganza. ¿Qué debieran preferir en un momento en el que la sociedad israelí enfrenta una disminución de la inmigración judía, un aumento de la emigración judía e israelí, y un aumento en la evasión del servicio militar (para no hablar de cómo esta desilusión pueda estar afectando la fuerte tendencia a la asimilación y a los matrimonios mixtos en la diáspora)?
Para comenzar, los gobernadores y los intelectuales públicos de Israel deberían repensar las premisas, objetivos y estrategias fundamentales de las políticas seguidas desde 1948. Harían bien en recordar una de las primeras ideas de Teodoro Herzl: a cambio de una comunidad judía que sirviera como “un puesto avanzado de la civilización contra la barbarie” en Palestina, que era considerada como un vínculo en el “baluarte contra Asia de Europa,” las Grandes Potencias garantizarían su existencia como “Estado neutral.” Sin duda, incluso para la mayoría de los judíos israelíes, el tosco orientalismo de esta visión está pasado de moda. Pero la noción de un Estado neutral no debiera ser descartada a la ligera. El presente Estado guarnición no está a punto de convertirse, como imaginaba Herzl, en “una luz entre las naciones” y mucho menos de la diáspora.
Luego, podrían aceptar que las naciones pequeñas no tienen la prerrogativa de hablar fuerte y blandir un gran garrote, y que siguen tentando al destino al mantener obstinadamente el camino nuclear de Israel. Ese desafío sólo puede aumentar los peligros de proliferación nuclear en Oriente Próximo y Asia Central ante el cual Israel no será inmune. Arriesgar la seguridad y la supervivencia de un pequeño país sobre la base de una ventaja momentánea en tecnología avanzada en ojivas, aviones, drones teledirigidos, bombas de racimo y armas cibernéticas es, una vez más, una ilusión. Es inevitable que Irán y otros Estados desafíen su arrogancia, exponiendo al hacerlo a toda la región a la impensable doctrina de la destrucción mutuamente asegurada basada en que tanto atacante como defensor tengan un disuasivo infalible en la forma de una capacidad para un segundo golpe nuclear o químico-biológico. Pero Irán tiene dos bazas adicionales: un punto de apoyo cerca de la entrada norte al estrecho de Ormuz, el nudo energético más vital del mundo; y una proximidad geopolítica crítica a Iraq, Afganistán y Pakistán.
En lugar de encabezar la embestida nuclear y biológica regional, Israel debería hacer un llamado por un Oriente Próximo libre de armas nucleares, junto con el anuncio de una importante reducción de su propio sobredimensionado arsenal atómico y de su industria de armamentos, que son ambos contraproducentes y provocativos. Tangible y simbólica, una reducción semejante podría ser combinada con una señal de que Israel está dispuesto a discutir seriamente el problema de los refugiados palestinos. Podría tomar la forma de una expresión de remordimiento y de que se asuma una responsabilidad moral parcial por el éxodo de más de 700.000 palestinos árabes entre 1947 y 1949 y de que se establezca un esfuerzo internacional para reparar el daño en la forma de reparaciones en línea con la Resolución 194 de la Asamblea General de la ONU (Artículo 11).
Después de la sangrienta y destructiva invasión, una conferencia de donantes reunió unos 4.500 millones de dólares para la ayuda y la reconstrucción de Gaza. Aunque la mayor parte de la ayuda fue prometida por los Estados árabes, encabezados por Arabia Saudí, EE.UU. comprometió 900 millones de dólares para la Autoridad Palestina y 300 millones de ayuda para Gaza. ¿Y si esas sumas hubieran sido reunidas anteriormente? Si hubiesen sido invertidas en reparaciones, destacadas como medida de desarrollo de confianza, la región podría haberse librado de las incursiones políticamente tóxicas y letales desde el punto de vista humano en el Líbano y Gaza.
Iniciativas de este tipo, secundadas por otras naciones, podrían ser pasos preliminares para que Israel finalmente especifique líneas de base para un acuerdo negociado de seguridad, fronteras, asentamientos, Jerusalén, lugares santos, y recursos acuáticos. Un cambio y una agenda semejantes significarían la renuncia al inveterado intento de llegar al río Jordán y de basarse en la estrategia de la Cortina de Hierro de los partidarios seculares y religiosos de la línea dura. La busca de la reconciliación y del ajuste con la inquieta clase política palestina, nerviosos regímenes árabes, y el turbulento mundo islámico significa abandonar el sionismo marcial y cerrado al estilo de Josué de Weizmann, Jabotinsky, Ben-Gurion, Begin, Netanyahu, y Barak. Necesitaría y posibilitaría una recuperación del reprimido sionismo humanista y abierto al estilo de Isaías de Ahad Haam, Martin Buber, Judah Magnes, Ernst Simon, y Yeshayahu Leibowitz sea para dos Estados desmilitarizados o para un solo Estado binacional de dos pueblos con fronteras abiertas, la separación de la religión y el Estado, derechos civiles y sociales universales, y una reciprocidad cultural ecuménicamente informada. La lechuza de Minerva extiende sus alas sólo al anochecer para protagonistas políticos así como para filósofos. Los dirigentes de Israel, al reflexionar de modo más crítico sobre la creencia de Herzl en un mecenas imperial, deben comprender las implicaciones de la incipiente decadencia del imperio estadounidense para el futuro de Israel. Paradójicamente, es probable que la disminución de la hegemonía de Washington en el Gran Oriente Próximo corrija el orgullo de Israel y dé nuevas esperanzas a un sionismo ilustrado y cosmopolita, por difícil que sea. Pero en la medida en que EE.UU. combata encarnizadamente su decadencia, es más probable que la elite del poder de Israel siga mostrándose implacable, con todos los riesgos y peligros que representa para su propio país y la diáspora.
……… Arno J Mayer es profesor emérito de historia en la Universidad Princeton. Es autor de: “ The Furies: Violence and Terror in the French and Russian Revolutions” y de “Plowshares Into Swords: From Zionism to Israel” (Verso).
http://www.counterpunch.org/mayer06042009.html
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